Husmeando en la extensa biblioteca de un eminente médico, despertaron mi curiosidad posadolescente algunos de sus volúmenes. Mis achaques alérgicos agradecieron la exquisita limpieza de sus interminables estanterías. La ausencia de polvo en aquel mueble me permitió desplegar mis sensaciones en plenitud, como cualquier amante de los libros ante este tipo de monumentos al conocimiento, a menudo escondidos en domicilios insospechados.
Uno de los libros que desencajé de tan ordenado estante llevaba por título 'El Tío Tungsteno'. Admito que entonces me dejé llevar por el título, como otras veces he escogido un vino desconocido por lo 'marquetinero' de su etiqueta o he señalado al jefe de sala de un restaurante las anguilas de una pecera dejándome llevar por intuiciones.
Años más tarde supe que el autor de ese libro fue Oliver Sacks, neurólogo y fisiólogo británico, otra de las grandes mentes de la divulgación científica y que, desde muy joven, fue gran aficionado a la física y la química. Sacks solía decir que le daban claves de lo que él llamaba “un mundo oscuro y oculto de leyes y fenómenos misteriosos”. Y eso que, fallecido en 2015, ya pudo conocer parte del otro submundo que se abre con la Nanociencia.
En 'El Tío Tungsteno', Sacks nos dejó parte de sus memorias en recuerdos familiares asociados a elementos químicos. Me gustó aquella palabra. Tungsteno. Sacks bautizó así a su tío porque se dedicaba a fabricar bombillas cuyos filamentos estaban hechos de este material. Tugsteno es la manera anglosajona de llamar al wolframio, uno de los dos elementos de la tabla periódica cuyo descubrimiento se atribuye de manera indiscutida a científicos españoles. El otro es el platino. Sobre el vanadio hay más dudas y mejor no ponerle 'Marca España'.
En 1783, dos hermanos riojanos de origen vascofrancés, Fausto y Juan José D’Elhúyar, describieron el wolframio y lo aislaron en el Real Seminario Patriótico Bascongado de Vergara. No fue casualidad. Guipúzcoa es una de las zonas de España donde hubo yacimientos de este metal, muy valorado por algunas de sus propiedades, como las altas temperaturas que soporta antes de fundirse –hasta 3.410 grados– o su extraordinaria dureza, sólo superada por la del diamante. Taladra, corta o moldea otros materiales a gran velocidad. Además, es químicamente estable, excelente conductor y ambientalmente 'benigno'.
España, de hecho, vivió durante años su particular guerra del wolframio, que está ausente en otras zonas europeas. Despertó enorme interés en los nazis, que emplearon para su industria de armamento durante la Segunda Guerra Mundial. Galicia fue un enclave estratégico para el suministro del Reich para tanques y proyectiles y lugar de concentración de espías de procedencias diversas. Aquella fiebre pasó y la pujante minería se fue diluyendo. Hoy en España apenas lo explota el grupo Saloro en Barruecopardo (Salamanca).
El wolframio es hoy el metal que, por ejemplo, hace que nuestros teléfonos inteligentes vibren. Otros, como el galio y el indio se utilizan en la tecnología de diodos electroluminiscentes (LED) de las bombillas. Por su parte, los semiconductores requieren silicio metálico y los electrolizadores requieren metales del grupo del platino.
La Comisión Europea publica desde hace una década un informe trianual en el que incluye la lista de las materias primas críticas (CRM) para su desarrollo económico, además de un índice que marca la dificultad para sustituirlo y otro que mide las posibilidades de su reciclaje. La pandemia por la covid-19 acabó de encender todas las alarmas sobre la rapidez y la profundidad con la que pueden interrumpirse las cadenas de suministro de productos como los semiconductores.
Esa lista tenía en 2011 hasta 11 materiales. Hoy tiene ya 30. Los últimos en incorporarse han sido el litio, el titanio y el estroncio. Por no hablar de las llamadas 'tierras raras', elementos con altas capacidades magnéticas y que hoy son vitales para la producción de tecnología (móviles, ordenadores, coches híbridos) o de armamento. China controla el 80% del mercado y ha lanzado sus redes sobre importantísimos yacimientos. Por ejemplo, en Groenlandia.
En Europa hay proyectadas más de 20 gigafactorías de fabricación de baterías eléctricas para vehículos. Ponga una gigafactoría en su vida. Y que la pague Europa. España también opta a la suya –podrían ser hasta tres– y casi todas las regiones que cuentan con industria automovilística han anunciado proyectos más o menos serios para ubicarla.
Si se cumplieran todos los pronósticos, sólo para la fabricación de baterías y para almacenamiento de energía, la Unión Europea necesitaría en 2030 hasta 18 veces más litio y 5 veces más cobalto del que demanda ahora. Y en 2050 la necesidad se multiplicaría por 60 en un caso y 15 en el otro. ¿Cuántos ‘Mad Max’ empezamos a imaginarnos?
El Banco Mundial ha estimado que, en el caso de las baterías de almacenamiento eléctrico, la demanda de materiales (aluminio, cobalto, hierro, plomo, litio, manganeso o níquel) puede dispararse hasta un 1.000% hasta 2050.
La moraleja, por tanto, es sencilla. Y vale también para el caso español respecto a las gigafactorías de baterías de ión-litio, que hoy es la tecnología más fiable para la transición al vehículo eléctrico. La cuestión no es si una región u otra tiene posibilidad de explotar yacimientos propios de litio.
El Gobierno debería dar preferencia a aquellos proyectos que apuesten por la investigación avanzada y por la búsqueda de materiales alternativos a algunos de los que hemos citado. O que garanticen una 'segunda vida' de las baterías o el reciclado de sus materiales. Se pueden desarrollar, por ejemplo, nuevos catalizadores libres de metales en forma de nanomateriales a granel o en estructuras capaces de reemplazar los catalizadores tradicionales basados en metales nobles. Técnicamente ya es posible.
¿Por qué no pensar ya en eliminar la necesidad de metales o de las famosas 'tierras raras', de las que Europa depende absolutamente? ¿Y por qué no liderarlo desde España? Porque, señores, litio no hay para todo. Ni para todos.