La teoría económica clásica contabiliza cuatro factores de producción: recursos naturales, capital, empresa y trabajo. Algunas teorías económicas recientes consideran que el capital ha absorbido al primer factor (los recursos naturales), bajo la tendenciosa denominación de capital natural. Del mismo modo, ya existen voces que defienden el nacimiento de un nuevo factor: la tecnología, al abrigo de la repercusión y transversalidad de su progreso.
Entre los cuatro, y la circularidad de las relaciones entre empresas, estados y trabajadores, se construye nuestro sistema económico. Salarios, bienes y servicios, negocios, impuestos, consumo, financiación completaban el circuito económico capitalista que todos conocemos. O al menos, así era hasta ahora, puesto que existe una clara tendencia a convertir al factor trabajo en prescindible, o cuando menos, en irrelevante.
Las señales están a la vista de todos. Por ejemplo, las empresas más exitosas en el mundo, las más valoradas, las que triunfan no solo en el mundo bursátil, sino también en reconocimiento social, cada vez emplean a menos personas. Es un hecho: las primeras empresas del mundo por capitalización bursátil presumen de plantillas muy reducidas. Empresas tecnológicas, innovadoras y que tienen en el conocimiento su principal eje competitivo. Empresas que alardean de no necesitar casi trabajadores para triunfar. Quizás el modelo más representativo es WhatsApp, que en 2016 gestionaba 1.000 millones de usuarios con menos de 60 empleados en nómina.
El mensaje que envían estas grandes firmas al resto de competidores no puede ser más diáfano: triunfamos con menos personas, porque usamos la tecnología para suplir el factor humano. Recibido este mensaje, las empresas comienzan a interiorizar la necesidad de ir más allá de los pasos precedentes (subcontratación, deslocalización, uso desmedido de la temporalidad o de las becarías) e iniciar la “suelta de lastre”.
El ejemplo español lo ratifica: de 2008 a 2019, la capitalización bursátil de las diez primeras empresas del Ibex 35 se ha incrementado un 46%. En el mismo periodo, sus plantillas han descendido en un 3,4%. Aunque la banca, las telecos y el sector energético son las puntas de lanza de esta progresiva reducción de empleo, la automatización y digitalización del trabajo acelerará este movimiento, tal y como confirman las principales instituciones mundiales.
A este hecho, se le suma el ejemplo que representa las plataformas digitales de reparto y transporte, que han reforzado esta pauta hasta convertirla en un paradigma a imitar. Usando la tecnología como elemento diferenciador, y haciendo un uso torticero del lenguaje, presumen de no tener asalariados, intentando transmitir que es posible diseñar una empresa sin trabajadores propios. La ocurrencia está siendo tan bienvenida por los mercados que algunas de ellas (Cabify, Glovo) reciben financiaciones tan enormes que alcanzan la categoría de unicornios. Otras, como Uber salen a bolsa afirmando que su negocio es inviable si la legislación considera a sus conductores como asalariados. Es tal la irracionalidad, que esta última incluso ha acuñado una práctica laboral, la uberización, como sinónimo directo de precariedad, y no parece que afecte lo más mínimo a su credibilidad económica y financiera.
A este desprestigio del volumen de empleo como factor diferenciador de las empresas se le suman otras tendencias no menos relevantes: el cada vez menor reparto de los beneficios empresariales y el progresivo aumento de las personas pobres con empleo. Veamos las cifras: en los últimos cuarenta años, a pesar de que la productividad mundial aumentó un 70%, los salarios no superaron el 12%. Este desequilibrio en la distribución de la riqueza tiene su espejo en España: entre 2008 y 2018, los beneficios empresariales superaron el 11%... los salarios no alcanzaron ni el medio punto. Hasta tal punto se han normalizado estas prácticas que un incremento del SMI (Salario Mínimo Interprofesional) de 16 euros al mes en 2019 fue tachado como “peligroso” para la pervivencia de las empresas, como si pudiese ser sostenible a medio plazo un negocio incapaz de asimilar un coste tan nimio.
Estos continuados obstáculos al reparto de la riqueza, impiden que los trabajadores mantengamos el ritmo incremental de los precios: el coste laboral entre 2008 y 2019 se ha extendido un 8,66%, tres puntos menos que el IPC. Si a esto se le añade que el número de trabajadores que tenía un sueldo cercano al salario mínimo marcado por la ley ha aumentado más de un 8% entre 2008 y 2017 (recordemos, dicho salario mínimo en 2017 era de 9.907,80 euros al año; 825€ al mes), se comprende la perfección el concepto de “pobreza laboral”.
En consecuencia, las rentas del capital son cada vez más importantes en nuestra economía: en 2008, las rentas del trabajo suponían la mitad de nuestra riqueza. En 2019, la relevancia de las mismas había disminuido un 4,5% en favor de las rentas del capital, cada más cerca de superar el valor de la que emana trabajo. Como afirmaba Marx en 1844, “la desvalorización del mundo humano crece en razón directa de la valorización del mundo de las cosas”.
La conjunción de todas estas tendencias nos lleva a poner en duda el modelo económico clásico enunciado al principio. El trabajo como factor de producción está paulatinamente perdiendo importancia, hasta alcanzar el estadio de prescindible, convirtiéndolo en lo que los anglosajones describen como commodity: una mercancía indiferenciada, genérica, intercambiable, y en consecuencia, rápidamente sustituible, sin más vínculos ni derechos ni garantías que las que dicte las normas mercantiles al uso.
Por tanto, asistimos a una profunda deslaborización del sistema capitalista. Pero, ¿es viable un modelo que dé por finiquitada la doctrina establecida que el trabajo proporciona el sustento de la ciudadanía? ¿es posible una economía en donde las empresas no repartan beneficios en forma de salarios, fomentando el consumo y así la circularidad dineraria que sustenta los Estados? ¿es sostenible un sistema de empresas sin trabajadores y trabajadores sin empresas?
A la vista de la parsimonia con la que los poderes económicos asisten a estos fenómenos, las respuestas sólo pueden provenir de la acción política, sindical y social, únicos actores facultados para poner orden en unos mercados que sólo miran por los intereses de unos pocos en detrimento de la mayoría.
José Varela, responsable de Digitalización de UGT.