Existe un amplio consenso científico sobre la realidad del cambio climático y su relación con las emisiones de gases debidos a la actividad humana. Se está produciendo un progresivo incremento de la temperatura de la tierra, del nivel de los océanos y de la frecuencia con la que ocurren episodios climáticos extremos.
Si seguimos actuando de la misma manera, en el año 2100 la temperatura de la tierra será con una alta probabilidad entre 4 y 5ºC superior a su valor a principios del siglo XXI. No se trata de salvar el planeta, se trata de la supervivencia de muchas de las formas de vida que hay sobre él y de evitar un grave deterioro de la manera en que vivimos los humanos; sobre todo de aquella en la que han de vivir nuestros hijos y nietos.
Tras el acuerdo de París de 2015, la eliminación de emisiones de gases de efecto invernadero del sistema energético mundial ya no es una consideración teórica, sino un objetivo político a lograr. El debate internacional es ahora como alcanzar este objetivo cuanto antes y con el menor coste e implicaciones negativas.
Naciones Unidas ha señalado recientemente que, incluso cumpliendo lo acordado en París, el incremento de temperatura se situaría en torno a 3oC, en lugar de los 1,5 ó 2ºC aprobados. Por su parte, la Unión Europea ha asumido su parte de responsabilidad y ha formulado una hoja de ruta para reducir a mínimos las emisiones de su economía con horizonte en 2050.
Entre los objetivos de la UE, ya para el año 2030, están una reducción de emisiones del 40% respecto a 1990, un aumento del 27% de la participación de renovables en el mix de energía, y un incremento del 27% de la eficiencia energética. Los compromisos de reducción de emisiones son del 60% para 2040 y entre 80 y 95% para 2050.
En general, las dos fuentes más importantes de emisiones de gases de efecto invernadero son la generación eléctrica y el transporte. Entre ambos contribuyen a nivel global aproximadamente en un 50% del total y además dan lugar a una contaminación atmosférica con importantes efectos sobre la salud. Este hecho pone el foco en la ineludible transición hacia un sistema eléctrico y un sistema de transporte, ambos total o cuasi-totalmente libres de emisiones.
De las emisiones debidas a la generación eléctrica en España en torno al 60% corresponde a las centrales de carbón que representan el 10% de la potencia instalada y entre el 15 y el 20% de la generación. Parece obvio que son estas centrales las primeras sobre las que hay que actuar. Es perfectamente viable un plan para desconectar todas las centrales de carbón en España antes de 2025.
Ante esta posibilidad de cierre se han dado tradicionalmente tres razones por parte de los que se oponen: seguridad de suministro, incremento de los precios y coste social en empleo. Las tres o no son ciertas, o no son comparables al perjuicio causado por las emisiones. La seguridad de suministro está garantizada ya que existe una importante sobrecapacidad en centrales de ciclo combinado.
Sobre el incremento en la factura de la luz se debe recordar que el mercado eléctrico es tal que el precio de toda la producción en cada hora lo marca la central que produce a precio más caro y muy frecuentemente esta es una central de gas. Algo que seguirá siendo así si se cierran las plantas de carbón.
Las pocas horas en que el precio lo marcan actualmente las plantas de carbón al no funcionar las de gas, pueden ser compensadas con un aumento de las instalaciones renovables que producen el efecto contrario deprimiendo el precio y pudiendo con ello compensarse los dos efectos.
Por su parte, el problema social debe ser tratado cuidadosamente por los gobiernos como corresponde a la situación de personas y comarcas afectadas, pero debe ser puesto en su justa medida. En primer lugar, el 70% del carbón consumido en España es importado. En segundo lugar, cabe recordar que en enero de 2018 existían en España 2.401 personas dadas de alta en el régimen del carbón, según los datos del Ministerio de Empleo y Seguridad Social. Poder encontrar una solución a este problema antes de 2025 no es en absoluto comparable al problema que hubo que resolver cuando se perdieron 75.000 empleos en la banca en los años transcurridos entre 2009 y 2016.
De hecho, de los aproximadamente 10,000 MW instalados en España en plantas de carbón, solamente el 35% ha hecho la tramitación ambiental necesaria para continuar operando más allá de 2020. Esta situación, junto con el anuncio de Iberdrola de cerrar sus dos únicas plantas de carbón en España, hacen inexplicable la posición del Gobierno tratando de evitar el cierre de las instalaciones de carbón.
En cualquier caso, en los últimos años se ha producido un importante avance en España de la generación eléctrica renovable. En el año 2016 la electricidad de origen renovable supuso el 40% del total; todo ello impulsado por avances tecnológicos que han permitido una gran reducción en los costes de estas energías. Entre 2005 y 2015, los costes de la generación eólica terrestre han descendido un 40% y los de solar fotovoltaica un 80%, llevando a ambas a unos costes competitivos con los de cualquier otro medio de generación eléctrica.
En los últimos concursos de adjudicación en España, las instalaciones renovables autorizadas lo han sido sin ningún tipo de prima. En el momento actual la manera más barata de producir electricidad en numerosos lugares de España es mediante sol o viento. Es pues necesario continuar impulsando el crecimiento de la generación renovable tanto en grandes plantas como directamente por los consumidores.
A pesar de todo este esfuerzo, todavía queda una importante tarea por delante, ya que la transición a un sistema eléctrico libre de emisiones requiere de actuaciones en ingeniería, regulación, mercado e infraestructuras. Habrán de combinarse medidas para hacer compatible y fomentar la generación distribuida, el autoconsumo, la eficiencia y la gestión no solo de la generación sino también de la demanda.
Por su parte, la transición hacia un transporte libre de emisiones pasa necesariamente por la progresiva sustitución de los vehículos con motor de combustión interna por otros sin emisiones, fundamentalmente vehículos eléctricos, que finalmente serán tan “limpios” como la fuente de energía primaria utilizada en la generación de su electricidad. En el caso de estos vehículos, la reducción de costes ha sido igualmente significativa.
Según datos del Departamento de Energía de los EE.UU. el precio de las baterías de iones de litio se dividió por cuatro entre 2008 y 2015. Esto supone que la batería de un coche eléctrico medio (24 kWh) pasó en ese tiempo de 20.000 euros a 5.000 euros. Aunque en este momento los costes de los turismos eléctricos aún son mayores que los de los convencionales y su autonomía no es comparable, la evolución sigue siendo muy acelerada y diferentes marcas ya han anunciado vehículos eléctricos con las mismas prestaciones y precios que los de gasolina para el año 2020. Es claro que nos encontramos ante una evolución imparable que conlleva una serie de acciones técnicas complementarias al desarrollo del propio vehículo, singularmente las relativas a la red y a los servicios e instalaciones de recarga.
El proceso de transición energética es además una oportunidad de desarrollo tecnológico, industrial y económico. Pero como en todo proceso de transformación existen actores a los que les conviene mantener el statu quo. Es responsabilidad del Gobierno adoptar las medidas que contribuyan al interés general y no las que le marquen agentes económicos interesados que con seguridad harán cuanto puedan por influir en sus decisiones.
José Domínguez Abascal es académico de la Real Academia de Ingeniería (RAI).