La semana pasada advertía en este mismo espacio sobre lo manido del concepto de metaverso y su uso intencionadamente abusivo por parte de muchas compañías tecnológicas. Pero, para ser justos, no es el único mantra que oímos en el sector a diario. Permítanme que en esta ocasión me refiera a otros dos términos habituales en cualquier discurso desde la última década: la transparencia y la ética.
Todas las firmas digitales presumen de estos dos valores como un aspecto intrínseco a su naturaleza, parte misma de su misión como compañías. No es algo baladí: las grandes multinacionales suelen estar bajo el escrutinio público por muchos asuntos controvertidos, con lo que alejar las dudas sobre su comportamiento resulta imperativo.
En los años 90, en pleno despertar de la informática, fueron los conflictos de competencia los que protagonizaron muchas de las conversaciones alrededor de los colosos de aquel momento. En los 2000, fueron los escándalos asociados a la burbuja de las 'puntocom' los que marcaron parte de la agenda. En tiempos más recientes, los impactos negativos de la digitalización (como los sesgos de la inteligencia artificial o la desinformación y discursos de odio propagados a través de las redes sociales) han sido los que dominan el debate público.
No es casualidad que hayan sido las propias compañías tecnológicas las que han tratado de adelantarse a las críticas sociales, políticas e incluso de agentes económicos afectados por su actividad. Por ejemplo, ante el despegue de las soluciones de IA o reconocimiento facial, estas enseñas crearon códigos de autoconducta y escalas de valores, cumplidas e incumplidas a partes iguales.
El problema radica cuando este predicar transparencia y ética no se corresponde con la realidad; cuando el discurso oficial se choca de bruces con los intereses últimos de cualquier empresa: ganar dinero.
No hay muchas compañías que se libren de estas acusaciones. En los últimos días, sin ir más lejos, ha vuelto a la luz que IBM ha tratado de ocultar por todos los medios los documentos que demostrarían cómo el 'Gigante Azul' discriminaba a sus empleados de mayor edad.
El caso lleva en marcha desde 2018, cuando The Register y ProPublica dieron a conocer la información tras una demanda colectiva, pero IBM hizo todo lo contrario a la predicada transparencia: no sólo se negó a verificar en un primer instante las pruebas mostradas, sino que trató de desenmascarar a la fuente de la filtración. Por suerte, la justicia impidió tamaño ataque a la libertad de prensa, al igual que desestimó todos los recursos presentados para obviar el caso.
Ya en 2020, la Comisión de Igualdad de Oportunidades en el Empleo de EEUU concluyó que "había una causa razonable para creer que IBM ha discriminado (...) debido a la edad". Y más allá: resulta imposible saber a cuántas personas han podido afectar los despidos de los empleados más veteranos puesto que la compañía dejó de ofrecer este desglose en 2014. Si la transparencia pasa por eliminar información que ya era pública, resulta cuando menos paradigmático.
¿Significa esto que todas las compañías tecnológicas juegan al despiste con la ética? No necesariamente. Como dicta la tercera ley de Newton, a cualquier acción le sigue una reacción opuesta y de igual fuerza. O lo que es lo mismo: también hay ejemplos de buenas prácticas, incluso en las peores circunstancias, que merecen la misma alabanza que las críticas anteriores.
Pueda parecer que los vetos y sanciones son algo que ha salido a la palestra con la guerra de Ucrania y las medidas globales contra la tiranía de Putin. Pero han sido muchos los casos en el pasado reciente en que se han impuesto prohibiciones de comercialización u operación en países contrarios a Occidente... también a las empresas tecnológicas. Y no siempre se han cumplido a rajatabla.
Para muestra, un botón: Huawei fue acusada en la última década por sus intereses en lugares como Irán. Y, más recientemente, ha sido la sueca Ericsson la que se ha visto en la diana por sus negocios en Irak, que han involucrado sobornos y pagos en negro a intermediarios muy cuestionables, algunos de ellos incluso vinculados al grupo terrorista Estado Islámico.
Lejos de la actitud antes enunciada, Ericsson admitió de inmediato el escándalo, puso en marcha una investigación interna, despidió a los empleados involucrados e incluso nombró a un nuevo director jurídico. Su propio consejero delegado ha reconocido "fallos sistemáticos de control interno" y también ha puesto en marcha otra investigación interna en torno al polémico (de nuevo, un oscuro inevitable entre el claro) acuerdo que la multinacional firmó en 2019 con el Departamento de Justicia para tapar el tema a cambio de 1.000 millones de dólares en multas.
Reconocer la mayor es el primer paso para enmendarlo y, si bien la actitud de esta casa ha sido muy negativa -nada que no hayan dicho sus propios portavoces-, ahora están informando de manera proactiva de cada uno de los pasos dados para solucionar la situación de la mejor manera posible. Incluso a costa de incrementar el escarnio público, pero a buen seguro que con una promesa de éxito mayor a largo plazo.