Hace unos setenta mil años los seres humanos emigraron de su vergel en África hacia la conquista de nuevos territorios. Lo hicieron, según las últimas investigaciones, por un cambio en las condiciones de temperatura y humedad de las regiones que habitaban. Es decir, emigraron, entonces claro está no podían saberlo, por motivaciones económicas. Se desplazaron en búsqueda de nuevas tierras más ricas, dónde la consecución de alimentos tuviera un coste menor para esas primigenias comunidades y una mayor productividad, así lo explicamos desde el presente con el instrumental que nos ha ido legando la ciencia económica.
Desde entonces esto ha acontecido en numerosas ocasiones a lo largo de la historia de la humanidad. Dicen que sólo a partir de ese momento los nómadas acabaron convirtiéndose en sedentarios y comenzaron a asentarse en los primeros poblados que luego devinieron en ciudades y civilizaciones. Pero el ser humano en realidad nunca se hizo sedentario, al menos como grupo, sólo que la búsqueda de nuevas tierras prósperas y ricas fue encomendada a las clases dirigentes y militares de esas primeras estructuras sociales sofisticadas.
La conquista de otros territorios ha sido prácticamente hasta el siglo XX una de las grandes preocupaciones de imperios, reinos y después de los estados-nación, así como de sus grupos de poder. Los países necesitaban ampliar sus fronteras de posibilidades de la producción y eso pasaba por dominar nuevas tierras. Desde hace varios siglos se ha dicho que quien dominaba los mares, y por tanto controlaba y condicionaba y aprovechaba mejor los flujos globales de mercancías, gobernaba nuestro planeta. Y esto es una verdad que ni tan siquiera la nueva economía basada en información ha podido desbancar.
En las últimas décadas ha sido Estados Unidos el país que ha conseguido convertirse en la única potencia del mundo (muchas tesis sostienen que eso va a cambiar a lo largo del siglo XXI). En cualquier caso, aunque lo cierto es que buena parte de la economía digital es controlada por los americanos a lomos de sus gigantes tecnológicos, los más estudiosos siempre han sostenido que eso nunca hubiera ocurrido si Estados Unidos no hubiera tenido una flota de buques de guerra capaz de acabar con cualquier Armada en cada uno de los océanos del mundo, ejerciendo un poder blando (o duro) sobre el comercio internacional de bienes.
Convengamos que ese modelo ha alcanzado su última frontera y que el mundo se ha vuelto finito desde esta perspectiva. Ya no es posible conquistar territorios inexplorados donde encontrar recursos naturales, minerales, o llevar allí sus fábricas. La industria tecnológica es la que tira, cada vez con más fuerza del PIB de los países, y ya no necesita del territorio (aunque esta afirmación quizás deberíamos matizarla si hablamos de consumo de energía) en la misma escala que en el pasado. Descartado de momento por incapacidad tecnológica el salto a otros planetas —aunque según algunos multimillonarios tecnológicos americanos la huída al espacio será necesaria para la supervivencia de la especie, igual que lo fue salir de las sabanas africanas hace decenas de miles de años—, sólo nos queda emular a nuestros ancestros, sólo que dando un pequeño salto mortal: inventándonos ese territorio. A falta de espacios inexplorados, nos estamos dedicando a crearlo, o, mejor dicho, a decir que lo vamos a crear. A ese nuevo territorio lo llamamos metaverso.
Etimológicamente hablando metaverso significa “más allá del universo”, lo cual bien podríamos decir que constituye una suerte de punto cero, pero también un término ontológicamente difícil de aterrizar en la práctica. No se trata de un nuevo territorio al uso. Se trata más bien de comenzar de nuevo un nuevo episodio de esta odisea permanente que constituye nuestra andadura como estirpe conquistadora del planeta. Aunque en los términos en los que se plantea todo el tinglado el metaverso no sería tanto una realidad propiamente dicha, sino una promesa de la misma; en palabras de Evgeny Morozov: “Los voceros de la Web3 son bastante explícitos al respecto: tenemos un precioso mapa entre nuestras manos – lo único que falta es el territorio al que supuestamente se refiere. Tal vez este es el estado mental correcto para la era del metaverso: si la realidad no existe, entonces basta con hablar de su existencia para creerla” .
Hay muchas personas bienintencionadas construyendo una infraestructura que según su propio argumentario eliminará bastante de los problemas que tenemos como sociedad, y para ello utilizaremos blockchain, DAOs, tokens, contratos inteligentes y un largo número de herramientas que manejan la información con brújulas y aperos diferentes a los que nos han permitido construir la llamada internet de la WEB 2.0. Pero también hay mucha gente, cada vez más, corriendo como pollos sin cabeza en búsqueda de este nuevo Dorado. La fiebre del oro también llevó a muchas personas, algunas sin tener donde caerse muerto, a viajar a los confines del mundo creyendo que sería llegar allí y hacerse rico a partir de poner el cazo en el manantial del que manaba el ansiado metal-dinero.
Así, resulta impresionante ver en nuestros días la enorme cantidad de publicidad que circula por todo tipo de canales digitales animando a la gente joven a hacerse rico, o independiente financieramente hablando, o anunciando que el trabajo es cosa del pasado y que lo que tienes que hacer es sumergirte en esa exuberancia de riquezas que caen como maná del cielo.
La narrativa de una sociedad libre y descentralizada, no controlada por el ignominioso Estado, es muy potente y tremendamente sugerente. Poder jugar a videojuegos con el aliciente adicional a su disfrute intrínseco de ganar dinero, resulta, no podemos calificarlo de otra forma, imbatible. Impulsar un renacimiento de las expresiones artísticas que por fin verán reconocidas su autoría y la justa compensación económica a sus autores en la red, constituye sin duda un imán muy atractivo, a la par que digno de desarrollar. En una época nihilista en la que los grandes relatos que daban sentido a la vida de cada uno —desde las religiones a las ideologías más emancipadoras—, han desaparecido, y en su lugar se nos anuncia una suerte de futuro halagüeño detrás de las pantallas, las gafas de realidad virtual y los sensores más inteligentes, el éxito del constructo, al menos como deseo insatisfecho, está netamente asegurado. Todos vamos a querer ser y/o tener un avatar.
Sus principales apolegetas esgrimen que el metaverso y la tokenización, no ya de la economía, sino de toda la sociedad, es imparable. Y probablemente sea así, pero si podemos elegir todo lo que soñamos en un espacio virtual, quién nos dice que no se acabará convirtiendo en una sima de nuestros deseos. No sé bien qué piensan los psicólogos sociales y evolutivos al respecto, aunque el resultado de unir una crisis de salud mental tan explosiva como la que enfrentamos en nuestros días con la satisfacción (virtual) de muchos de nuestros anhelos al otro lado de unas gafas de realidad virtual, puede ser una bomba de relojería. Pero quién sabe, lo mismo es la solución para todo. El ser humano es un ser ciertamente extraño.
La verdadera batalla va a estar en el reconocimiento en nuestro mundo real de todo lo que pase en el metaverso. ¿Queremos eso? ¿Tiene sentido introducir nuevos derechos de propiedad —para así poner generar un mercado y hacer florecer negocios— en un espacio virtual que por definición carece de semejante arquitectura social? ¿Qué piensa el conjunto de la sociedad de esta idea? Probablemente lo mejor de internet en las últimas décadas no han sido ni las redes sociales, ni la posibilidad de comprar cualquier bien o servicio a través de una pantalla, sino poder tener todo el conocimiento de la humanidad a golpe de click.
Lo más revolucionario de la red de redes es que puedes acceder a casi todo. Nunca ha existido, en estos términos, una herramienta tan poderosa para cualquier autodidacta. Puedes aprender a hacer cualquier cosa simplemente navegando a través de un teléfono con una conexión. Una suerte de acceso gratuito al saber y al conocimiento que ha transformado nuestra civilización para siempre. Internet ha generado, en este sentido, más abundancia y riqueza que cualquier gobierno, ideología o marco político que lo haya intentado a lo largo de la historia. El caso es que el metaverso nos promete el Dorado, pero para eso primero debe reestablecer esos derechos de propiedad, es decir, debe volver a imponer la escasez como marco conceptual de esa nueva realidad que se nos anuncia pero que todavía no está. A mí me recuerda bastante a aquello tan familiar de que “el Reino de los cielos está cada vez más cerca”. Lo que no sé es, honestamente hablando, si nos estamos equivocando o estamos dando en la diana.