Siguiendo la premisa de que la historia no viene a ser sino la repetición de los mismos fenómenos, con alteraciones notorias en el continente pero un contenido inamovible, hoy les propongo de nuevo un viaje en el tiempo. En este caso, imaginen que regresamos a finales del siglo XVIII.
En aquellos tiempos, Estados Unidos lograba su independencia de Reino Unido. Los rusos y los suecos se enfrentaban cara a cara y una hombruna afectaba a varios países europeos, principalmente Francia. Y, en las fábricas, se abrían hueco nuevas máquinas que aumentaban de forma exponencial la productividad sin perder un atisbo de calidad.
Algunas de esas máquinas eran aquellas que servían para el hilado de algodón. Fueron los grandes inventos de James Hargreaves, Richard Arkwright y Samuel Crompton los que permitieron abrir el melón de una superioridad industrial que, en muchas ocasiones, se ha atribuido como el origen de la superioridad industrial en las islas británicas.
Son, como decimos, macroinvenciones que han quedado escritas para siempre en los libros de historia y en el imaginario colectivo de una sociedad, la nuestra, obsesionada por la automatización industrial y la búsqueda de procesos productivos cada vez más eficientes. Sin embargo, puede que esta premisa sea falsa de partida: nuestra visión está sesgada para fijarnos en los grandes avances, aunque el verdadero impacto no haya sido fruto directo de ellos sino de las pequeñas mejoras que los siguieron.
"Fueron las microinvenciones las que aseguraron que las ganancias iniciales de productividad en la industrialización de Gran Bretaña no se esfumaran como ráfagas similares de macroinvenciones en épocas anteriores", destaca una reciente investigación.
Obviamente, una afirmación tan rompedora con la creencia popular viene acompañada de pruebas y razones que le dan sentido. Por ejemplo, hemos de tener en cuenta que las nuevas tecnologías deben incorporarse a las plantas, con el consiguiente tiempo necesario para dedicar una partida inversora correspondiente. Además, la gestión del cambio cultural -el hilado mecánico de algodón también está ligado a la organización de la fábrica- es complejo de gestionar en esos primeros estados de cualquier innovación. Por no hablar de la falta de conocimiento y experiencia en el uso de estas tecnologías, algo similar a la falta de talento digital que nos azota hoy en día.
Pero la clave, como decimos, está en las microinvenciones. Todos los grandes logros, como en este caso las máquinas de hilado de algodón, son susceptibles de mejoras considerables. No hablamos de mejoras que supongan un salto de dimensión en este campo, sino aquellas que consiguen acabar con las barreras (de coste, de mantenimiento o de usabilidad) que impiden su despliegue masivo.
Es una muestra más del sempiterno debate entre la disrupción o la innovación incremental. Entre buscar romper con todo lo establecido o mejorar lo ya existente hasta alcanzar su máximo potencial. Ambas son caras de una misma moneda, ambos suponen pasos hacia delante en la carrera evolutiva que compartimos como sociedad -y como economía-. Y ambas son igualmente necesarias.
No podemos contemplar un mundo sin los grandes saltos de longitud que supusieron las máquinas de hilado de algodón, los ordenadores personales, internet, los teléfonos inteligentes o las redes sociales. Y, sin embargo, tampoco podemos obviar que ni con MS-DOS la informática no era algo masivo, que en los años 90 internet era algo residual o que el asentamiento paulatino de las tiendas de apps fue el que aportó la magia en la industria de los smartphones.
Sirva esta serendipia como reconocimiento, otro más, para los grandes inventores que quieren cambiar el mundo. Pero también como merecido homenaje para aquellos que, sin descubrir la pólvora, cogen ideas ya preestablecidas y las llevan a un nivel muy superior. Esa es una labor tan encomiable como la anterior y, en ocasiones, incluso más complicada de llevar a cabo.
*** Esta columna se basa en parte en una investigación de Peter Maw, Peter Solar, Aidan Kane y John S. Lyons, publicada en 'The Economic History Review'