¿Qué hubiese pasado si la actual pandemia nos hubiera golpeado en el año 2000, cuando carecíamos de las tecnologías y de las infraestructuras de comunicación actuales? Esas que nos han permitido mantener la distancia social y que muchos sectores económicos sigan operativos.
Ya debía intuir algo Miguel Rios, cuando en su famosa canción Año 2000 nos decía aquello de “año dos mil. Llega el año dos mil. Y el milenio traerá. Un mundo feliz. Un lugar de terror. Simplemente no habrá. Vida en el planeta. Vida en nuestra tierra.”
Resulta que las dos primeras décadas de este siglo han traído crisis, atentados terroristas y para rematar una pandemia global, con la consecuente crisis de oferta y de demanda. Si nos quedamos sólo con esta parte, tenemos motivos más que suficientes para ver el futuro sin optimismo alguno. Pero, si evaluamos con ecuanimidad los éxitos y fracasos de los últimos 20 años, si miramos al futuro con realismo, veremos que llevábamos años dándonos cuenta de que había cosas que no funcionaban, pero que no estábamos dando los pasos necesarios para mejorar el mundo; o al menos no los estábamos dando de manera decidida.
Depende de nosotros determinar si 2020 será recordado como un punto de inflexión, un momento de aprendizaje en un siglo turbulento o como el preludio de algo peor. Está en nuestras manos traer un mundo feliz o un lugar de terror, que haya o no haya vida en el planeta. Sin duda necesitamos reparar las grietas en nuestras sociedades “digitales” y lograr un equilibrio sostenible con la naturaleza.
Sabemos que la transformación digital no está exenta de efectos perniciosos, incluidos los tan de moda ciberataques y las campañas de desinformación a gran escala. Pero también sabemos que no hay tecnologías buenas, ni malas. Las tecnologías son neutras y las personas somos las que decidimos cómo las usamos.
En más de una ocasión he dicho que la innovación no siempre es visible, pero su ausencia siempre lo es. Y ahora veo con optimismo que los economistas Erik Brynjolfsson, Daniel Rock y Chad Syverson llevan unos años hablándonos de la "curva en J de la productividad", en la que una nueva tecnología como la inteligencia artificial inicialmente deprime la aparente productividad, pero con el tiempo desencadena un crecimiento mucho más fuerte del potencial económico.
Leyendo la Estrategia Nacional de Inteligencia Artificial, vemos que entre sus interesantes ejes estratégicos hay uno que me parece especialmente relevante para definir nuestro futuro: integrar la IA en las cadenas de valor para transformar el tejido económico. A veces parece que las organizaciones han estado trabajando mucho sin retorno, pero una vez que esos retornos comienzan a fluir, llegan más rápido de lo que parecía imaginable.
Si algo ha hecho el año 2020 ha sido espolear la innovación en todo el mundo y ahora mismo hay varias áreas en las que parece que estamos siguiendo el patrón definido por la curva en J, y no me refiero solo a la inteligencia artificial, podemos incluir a los vehículos eléctricos y el 5G entre otras muchas innovaciones.
Si agudizamos el ingenio, asumimos que las cosas siempre son mejores con amigos y que la revolución del offshoring está agotada; si potenciamos la co-creación y la co-innovación… llegamos a la conclusión de que nos hemos ganado el derecho a pensar y a actuar de manera diferente.
Es el momento de reinventarnos, de aprovechar esta crisis para encarrilar el siglo XXI; la innovación no comienza con la tecnología, pero no cabe duda de que es una herramienta poderosa para aumentar el ingenio humano. Si combinamos los ESG con algunas de las tecnologías existentes conseguiremos unos resultados mucho mejores para el mundo.