Nos prometieron que la tecnología digital vendría para facilitar nuestras vidas, para hacernos mejores. Y, sin embargo, empezamos a percibir cómo esta revolución hiperconectada está poniendo sobre la mesa nuestras debilidades como sociedad. El asalto al Capitolio, el auge de las 'fake news' o la debilitada privacidad son solo algunos ejemplos de ello.
Con la inteligencia artificial sucede un poco lo mismo. Constituye la sempiterna promesa de cubrir nuestras labores más rutinarias, de devolvernos el tiempo perdido para poderlo emplear en menesteres de mayor valor o, simplemente, para romper nuestra viciada relación con el trabajo. Sin embargo, tampoco es una tecnología exenta de su lado oscuro.
Podríamos hablar de los sesgos discriminatorios presentes en la IA, de los riesgos asociados al reconocimiento facial... Pero hoy, con la venia de los estimados lectores, me gustaría partir de algo más fundamental: nuestro rol humano ante el superior intelecto de las máquinas.
No podemos competir contra la inteligencia artificial a la hora de resolver cálculos o de llevar a cabo nuestro trabajo de manera más rápida, eficiente y segura. Todo lo que atañe a la lógica es una batalla perdida. Pero hasta ahora confiábamos en que nuestra creatividad nos diferenciaría de las máquinas: era la barrera clave que separa los mundos naturales y artificiales.
Por supuesto, esta premisa es demasiado sencilla y fácil para ser cierta. En los últimos años hemos visto como la inteligencia artificial ya publica artículos periodísticos o es capaz de completar la sinfonía inacabada de Schubert. ¿Quizás estemos ante el inicio de la revolución de las máquinas, en el momento clave en que la IA ya sea capaz de crear e imaginar como los humanos?
Sí y no. Es totalmente cierto que la inteligencia artificial es capaz de imitar nuestra forma de pensar en áreas creativas, pero de ahí a ser creativos hay un trecho.
Sirva como ejemplo de esta particular disonancia los sistemas de traducción automática. Esta tecnología ya es muy habitual en nuestras vidas y ha permitido democratizar el conocimiento sin barreras idiomáticas. Las traducciones automáticas, como las Google Translate, son un elemento fundamental en nuestra sociedad moderna.
Las traducciones automáticas han conseguido llegar a un nivel de calidad en el que su precisión resulta, en ocasiones, indistinguible de aquellas traducciones realizadas por un ser humano de carne y hueso. ¿O quizás no?
Existen muchos modelos de IA de primer nivel en este terreno: traducción automática neuronal, redes de memoria a corto plazo y traducción automática estadística basada en frases. Pero ninguna de ellas consigue replicar la riqueza y diversidad de nuestro léxico cuando surge de manera natural.
Hay una diferencia "cuantitativamente medible", según investigadores de la Universidad de Tilburg y la Universidad de Maryland, entre los documentos interpretados por una máquina y por los humanos. Menor diversidad de vocabulario y menor uso de sinónimos: los ordenadores no alcanzan nuestra creatividad innata.
Se trata de un arma de doble filo. Por un lado, esa simplicidad es algo deseable en cuanto a unificar criterios y entender de manera fácil el contenido de cualquier documento. A la vez, supone un riesgo ingente en idiomas morfológicamente muy ricos como el español y el francés.
En cierto modo, son los errores humanos los que posibilitan la creatividad en última instancia. Benditos errores que nos han traído hallazgos científicos, grandes obras de arte impensables de gestar en base a una evolución programada...
Mientras sigamos cometiendo errores, mientras sigamos aportando ese valor distintivo, nuestra creatividad estará a salvo de las imitaciones -por muy perfectas que sean- gestadas por la inteligencia artificial.