La noche más oscura de Santa Lucía: la catástrofe olvidada de los pescadores españoles en el Mar de Alborán
- Se cumplen 75 años de una tragedia sin responsables que la mar y nosotros hemos ido borrando de la memoria.
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Cuando era niño, leí en un libro escolar que el agua es el disolvente universal. Sin embargo, nosotros, los hijos de pescadores, sabíamos que el libro andaba algo equivocado y que no era cualquier agua el que tiene tal propiedad, sino que, más que ninguna, es el de la mar. A diferencia de la tierra con sus aguas dulces, donde a veces quedan restos del ayer, la mar acaba borrando a los hombres y sus memorias.
Soy historiador, pero incluso mis recuerdos más duros son confusos. ¿Leí eso después de que se perdiera el Bárbara y Jaime en febrero de 1971? Creo, debe ser, que sí. ¿Recuerdo bien la cara de aquel niño, primo de mi mejor amigo de la infancia, en el patio de la escuela que acababa de perder a su padre? Yo, que también había jugado con Manolo, el novio de mi prima María Luisa, unos días antes. María Luisa tenía quince o dieciséis años. Manolo me parecía entonces tan mayor; pero se quedó ya para siempre en mi cabeza como un crío; se iba a la mili unas semanas después.
Aquella tarde en casa de mi abuela rellenamos juntos en nuestras cabezas una quiniela ficticia con un llavero "1, X, 2" en forma de neumático, que nunca echamos. Éramos dos niños. Yo tenía ocho años, él once más. Manolo, a cuya casa —donde ya nunca más habría luz— en la falda de un cerro de miseria me llevó mi madre unos días después. La suya lloraba. Otras mujeres también y hablaban; los hombres poco. No, decían, seguro que están a bordo de un barco extranjero que aún no se ha comunicado. Es que no hablan español y van a un puerto lejano. Cuando lleguen, llamarán. Todos a salvo, saltaron a la balsa, en unos días vuelven. Seguro. La Radio Costera había oído esto y lo otro; supuestas frases de consuelo, hombres angustiados, pero acordándose de forma improbable de sus mujeres e hijos en medio del naufragio. Decían. La Virgen del Carmen los amparará.
En ese barco desaparecieron doce hombres.
Los pescadores españoles tienen pasado, pero no historia. Ejemplos de ello no faltan. El archivo del Instituto Social de la Marina, después de sufrir una inundación en los sótanos del organismo, fue trasladado y lleva años pudriéndose, sin clasificar, en una nave en Alcalá de Henares. A nadie parece importarle esta memoria de cientos de miles de hombres y algunas mujeres (¿Debería escribir la palabra memoria en mayúsculas para hacerla más a la moda?).
Quizás por eso no hay tampoco en España un libro que cuente de forma completa la historia de aquéllos. De algunos casos aislados sí, de varios puertos también, de industrias y huelgas ya remotas también, pero no la, su, historia. Incluso cuando se hacen museos del mar, y en España hay varios, suelen ser eso, del mar, y a veces también de la pesca, pero en ellos apenas si tienen cobijo las vidas de los hombres.
Por poner otro ejemplo, uno que se repite por todo el país, en el pueblo marinero almeriense de Adra hay un museo de la pesca. Pero, después de visitar sus salas, poco sabrá el visitante de cómo vivían o morían los marineros abderitanos. Sin embargo, enfrente del mismo, esto es en la calle, ni siquiera en sus vitrinas, cincelados en una fuente en medio de una rotonda a la que el tráfico rodado no permite acceder sin jugarse uno el tipo e infringir al mismo tiempo el código de circulación, están los nombres de tres barcos locales naufragados.
Uno de ellos es el María Enriqueta, al que todo el mundo llamaba La Llueca. ¿Quién recuerda que su hundimiento en 1949 costó la vida a veinticuatro hombres? ¿Quién sabe sus nombres, que no están inscritos en esta triste fuente? ¿Quién rememora los, al menos, cien hombres que perecieron en esa misma terrible tempestad entre el Mar de Alborán y el Estrecho de Gibraltar? Este artículo está dedicado a ellos, pero también a todos los pescadores españoles que han muerto ejerciendo el trabajo más peligroso del mundo.
Catástrofe marítima
Como se suele decir, y en este caso fue verdad —me lo contó mi padre muchas veces, pues fue testigo directo en Melilla con sus escasos y horrorizados diecisiete años— nadie vio venir el desastre; ni siquiera los viejos que debían saber mucho de esto. No soy meteorólogo, y mis esfuerzos para tener una opinión científica sobre el tema han resultado baldíos, pero posiblemente la clave de lo que sucedió reside en la gran diferencia de temperatura entre una atmósfera muy fría y el mar que debería estar más caliente, o quizás en que el desequilibrio térmico fuese entre el mar en el Mediterráneo central y el de Alborán, o puede que la combinación de todos ellos con una borrasca asentada en el Norte de África. En todo caso, se creó una bomba súbita que fue devorando y destrozando a todos y a todo a su paso con vientos huracanados y olas de hasta veinte metros. ¿Qué nombre científico deberíamos dar al monstruo? No lo sé, pero tampoco importa demasiado: ésta es la historia de lo que hizo y, sobre todo, de sus víctimas.
Los lectores de periódicos de comienzos de diciembre de 1949 en España —un país azotado por el hambre de muchos y la escasez para la mayoría— podían leer anuncios de dulces de Pascua, vinos y pavos; sabrían por sus páginas que el papa Pio XII rogaba por los que habían abandonado a la Iglesia; o que los ministros de Franco hacían entrega de casas baratas a los pobres de Valencia; y también que ese mes era extraordinariamente frío. En esos años era todavía frecuente que nevase mucho en las ciudades españolas, sea porque estuviesen en el centro del país o en altura; menos normal era, como informaba el diario La Prensa de Granada, que los partidos en casa de los equipos de fútbol Oviedo y Real Sociedad de San Sebastián se celebrasen ambos el domingo día 11 bajo la nieve y el granizo, o que Sevilla estuviese ese día a apenas tres grados centígrados.
El temporal y las bajas temperaturas también llegaron al Mediterráneo. El tren de Madrid a Alicante quedó detenido varios días por una nevada cerca de Villena. También las comunicaciones telefónicas de la capital, del reino sin rey, con Barcelona, Granada o Murcia quedaron temporalmente fuera de uso. Nevaba, granizaba y llovía por todos lados, y un viento asesino de este a oeste iba a alcanzar el entonces Protectorado español en Marruecos.
El Norte de África es hoy un territorio extraño, a veces visto como hostil y amenazante, pero, para los pescadores del Sur, desde mucho antes de la Guerra Civil y hasta la independencia de Marruecos en 1956, fue parte inseparable y cotidiana de sus vidas. Los pescadores andaluces, a menudo acompañados de sus mujeres e hijos, pasaban largas temporadas en Ceuta, Melilla, Villa (Sanjurjo), Larache, Tánger, etc. Allí tenían hermanos, primos, abuelos o amigos. Vivían en casas muy humildes, a veces en simples barracas sin agua ni electricidad, pero su vida era amplia: eran amigos de fareros musulmanes; conocían y apreciaban a los comerciantes hebreos locales; y, con permiso de Alá y de Jehová, bebían vino o tomaban el dulce té moruno con todos ellos.
El mar era un camino que no separaba dos mundos como pasa ahora, sino que unía el suyo como lo había hecho antes con fenicios, griegos, cartagineses, romanos y árabes. Para los pescadores, el Sur de España y el Norte de Marruecos eran un mismo país, sin fronteras, en el que el mayor enemigo no era el vecino beréber, más pobre aún que ellos, sino la miseria propia y la mar, ésta siempre tan caprichosa. Iban y venían entre sus dos orillas; sus casas estaban donde ellos pescaban; su vida y su muerte, también.
El monstruo se apoderó de ese mundo hoy perdido a partir de la media tarde del lunes 12 de diciembre de 1949, llegando a su máximo furor esa noche, cuando comenzaba la onomástica de Santa Lucía. El periódico El Faro de Ceuta resumía parte de los hechos dos días después en portada bajo el titular "La catástrofe marítima del lunes". Contaba que el temporal había sorprendido a los pesqueros Lobo Grande, San Carlos y Los Mellizos, llevándose al fondo con ellos a sesenta y cuatro de los setenta y siete hombres que componían sus tripulaciones. También decía, pero ahora en mayúsculas, que "las pérdidas materiales se calculan en tres millones de pesetas", para señalar a continuación cómo "las autoridades locales y organismos oficiales prestaron ayer auxilios a los siniestrados y a sus familiares".
No era del todo cierto: los hombres que sobrevivieron fueron en su mayoría rescatados por otros pescadores de las traíñas Trinidad Piñero y Juan Piñero que se hicieron a la mar jugándose la vida para ayudar a sus amigos. Los pobres consiguieron salvar a algunos pobres; pero el artículo se deshacía en elogios hacia todas las personalidades y los organismos que tanto habían ayudado a los pescadores y sus deudos. Decenas de casas humildes de la ciudad habían quedado totalmente destruidas. El Faro de Ceuta informaría al día siguiente de que el alcalde y varios miembros de la corporación visitaron a los familiares de los fallecidos y a los que habían perdido sus hogares, a los que "entregaron importantísimos donativos en metálico".
Muertos en letra pequeña
El mismo día 14, la noticia de la catástrofe ya había saltado a toda la prensa nacional. Pueblo, el diario de los peculiares sindicatos de la dictadura, hablaba, en una noticia en letra más pequeña de la que daba cuenta de la Asamblea Nacional de Labradores y Ganaderos ("La voz social ha sonado"), de las "Víctimas y estragos del temporal en Ceuta y Melilla. Ha quedado destruido por las aguas el puerto de Villa Sanjurjo". En realidad, no hablaba demasiado de las víctimas, pero sí de que el buque correo Fuerteventura (el que hacía la popularmente llamada "ruta del piojo" por la costa del Protectorado) había embarrancado en ese último puerto y que en el de Melilla se habían perdido, en ese orden, diecinueve embarcaciones y catorce vidas. También allí se habían caído muchas casas de los pobres. El alcalde de la ciudad dirigió un telegrama al Alto Comisario dándole cuenta de los hechos.
El almeriense Yugo, donde la tormenta asestaría uno de sus golpes más fuertes, aunque en ese momento no se sabía, explicaba que el temporal rompió el muelle de Roquetas de Mar en dos lugares distintos y que por ello se fueron a pique dos embarcaciones dentro del puerto. Por su parte, el zamorano Imperio. Diario de FET y de las JONS, se equivocaba por ignorancia al calcular el número total de muertos en ochenta. No lo sabía, pero faltaban en la cuenta los del María Enriqueta. Contaba, eso sí, la historia de los dos pesqueros ceutíes que se habían hecho a la mar en medio del temporal para salvar a quienes se ahogan casi enfrente del puerto. Libertad. Diario Nacional-Sindicalista, de Valladolid, también se hacía eco de la noticia, pero en letras más pequeñas que las que hablaban de la fiesta de Santa Lucía, noticia que se daba al lado de la de los muertos de Ceuta, y otra, de nuevo con caracteres más grandes, sobre la visita del Ministro de Trabajo, señor Girón, a Jerez de la Frontera.
Para el día siguiente, 15 de diciembre, algunos cadáveres ya afloraron en las playas, pero los muertos comenzaban a desaparecer de los periódicos. El Adelanto, de Salamanca, titulaba de forma genérica que "El temporal ocasiona graves daños en las zonas costeras españolas y norteafricanas. En Alcázar de San Juan quedan detenidos numerosos trenes a causa de la nevada". Casi al lado, en una noticia sobre la III Asamblea Nacional de Hermandades, se realzaba la "Interesante intervención de la Asesoría religiosa en un llamamiento a los campesinos".
El agua del mar, disolvente universal. Para el día 16 era evidente que el interés por las víctimas ya había decaído mucho en la prensa nacional. Pueblo daba ese día una noticia mínima, a pesar de que no se podía "precisar el número de embarcaciones hundidas por el temporal". De los fallecidos, nada aparecía en los titulares, pero sí en la letra pequeña bajo la foto del naufragado Los Mellizos, en el que perecieron veintidós hombres. Ese día Franco mandó, según Yugo del día 17, un mensaje al Alto Comisario en Marruecos expresándole su "personal condolencia con ruego hágala llegar a entidades, funcionarios y familiares de las víctimas", en ese orden, esto es, en el inverso de un dolor muy desigual.
En su letra pequeña, ese diario falangista de Almería, el único permitido, contaba también que "sigue ignorándose el paradero del barco de pesca María Enriqueta". Se sabría el 18: "Se confirma el hundimiento del pesquero de Adra María Enriqueta cuando pescaba en Villa Sanjurjo. Han perecido veinticuatro tripulantes". En las páginas interiores, Yugo hablaba de la pérdida "de los mejores barcos pesqueros de nuestra flota, servidos por personal competentísimo, que ha muerto heroicamente en su lucha de trabajo, para obtener el sustento de esta vida azarosa que constituyen las actividades de los hombres del mar".
Triste consuelo lleno de lugares comunes: las condiciones de vida y de trabajo de los pescadores eran entonces, y son a menudo hoy, atroces. Sus salarios, calculados "a la parte", eran misérrimos. Vivían hacinados en ranchos sin ventilación. La higiene y la seguridad a bordo eran pésimas. No solían llevar ni chalecos ni contaban con botes salvavidas. Los accidentes se producían de forma muy frecuente, las enfermedades "profesionales" —aséptica palabra que esconde explotación y desidia— también.
En El Faro de Ceuta las noticias de portada del 18 ya eran sobre las recepciones del Caudillo a notables del régimen del día anterior y, gran avance de incuestionable actualidad, el supuesto ataque que los "rojos" chinos planeaban contra Formosa (hoy Taiwán) tres meses después, en marzo de 1950. Había que ir a la página tres para enterarse de que el día anterior el mar arrojó a la playa otro cadáver, el del pescador José Muñoz Cabezas, tripulante de Los Mellizos, al que se sepultó al mismo tiempo que el cuerpo del patrón del Lobo Grande Miguel Rodríguez Ramón, que había aparecido el día previo. El goteo de cadáveres devueltos por la mar seguiría en las semanas siguientes. Todavía el día 27, entre las noticias sobre la pasada felicísima Nochebuena, se podía leer en ese diario que había aparecido el día previo en la playa de Benítez el cuerpo de José Fernández León, marinero de Los Mellizos.
Tragedia sin responsables
Mirando hoy los periódicos sorprende que casi toda la atención de la prensa estuviese centrada en Ceuta o, en menor medida, en la destrucción del puerto de Villa Sanjurjo, mientras que Melilla fuese bastante ignorada. Es cierto que los muertos en Melilla fueron muchos menos, pero lo que ocurrió allí fue también terrible. Según el resumen publicado por El Telegrama del Rif el 24 de diciembre, éstas fueron las víctimas: un viejo pescador dentro de un buque en el puerto, cuatro tripulantes del palangrero local Conchita y Carmelita, que fallecieron cuando su barco zozobró al intentar ganar la bocana, más diez personas (otras fuentes dicen que once) del pesquero alicantino Reina de los Mares, que también se hundió al intentar pasar sobre la peligrosísima barra de arena que se forma frente a Melilla.
Sólo se salvaron un hombre de cada uno de esos dos barcos que, de manera improbable, consiguieron llegar a la playa derrengados. Hubo además muchos heridos, y decenas de barcos hundidos dentro del puerto, entre estos, además de pesqueros, motoveleros, dragas y otros buques mercantes. A esas víctimas habría que sumar los veinticuatro hombres del María Enriqueta, desaparecidos cerca de la bahía de Alhucemas, y las numerosas naves destruidas también en este último puerto cuando fue destrozado por el temporal. Treinta y nueve o cuarenta víctimas mortales en total; aunque tampoco sabemos nada de la suerte de los pescadores magrebíes en lugares remotos de la costa.
El Alto Comisario, general José Enrique Varela, a quien la catástrofe había sorprendido en la península, abrió una subscripción popular pro-damnificados, desembolsando cien mil pesetas. También pidió al ayuntamiento ceutí que ayudase a las familias de las víctimas y otros perjudicados. La prensa reprodujo el telegrama donde aquél daba las órdenes pertinentes, y el de agradecimiento del alcalde por las mismas. Pero en vez de volver a África, Varela decidió quedarse en Madrid, según El Faro de Ceuta, "para estar más en contacto con el Gobierno". Quizás le llegó allí, a dos pasos de El Pardo, el telegrama del apesadumbrado Caudillo.
Cuando regresó el 19, Varela no dijo nada sobre los pescadores a la muy aduladora prensa ("Se le dispensó un cariñosísimo reconocimiento") que le esperaba a pie de avión en Tetuán (en el tristemente famoso aeródromo de Sania Ramel), pero sí señaló que traía "magníficas noticias" para los funcionarios locales. Iban a recibir una paga extra. El periódico de ese día hablaba también de que el mar acababa de arrojar, esa es la cruda palabra usada, dos cadáveres más. Uno era el de Rafael González Morando, tripulante de Los Mellizos. El otro estaba aún sin identificar.
En todo caso, tampoco estuvo presente el Alto Comisario ni en la misa oficial ni en el masivo desfile cívico en memoria de los fallecidos organizado por las autoridades ceutíes que llegó hasta el muelle de España el día 22. Envió para representarle a un general. Por el contrario, sí fue el dos veces laureado y empecinado golpista al puerto de la ciudad al día siguiente para recibir a su esposa, la aristócrata Casilda Ampuero, a la vuelta de ésta de la península, como informó para albricias de los "caballas" aquel periódico. Ceuta era en esos momentos una ciudad conmocionada; sus pescadores, como los de Melilla, quedarían traumatizados durante años, o para siempre.
Durante días la prensa aplaudió y alabó sin reparar en adjetivos de admiración y agradecimiento al Alto Comisario, también felicitó a la Marina (no se sabe muy bien por qué) y a una larguísima lista de autoridades locales. No dio en cambio noticia alguna sobre una investigación oficial de los hechos, que no se produjo. No discutió por supuesto si se podía haber dado una alerta y evitar que al menos algunos barcos se hiciesen a la mar. La propaganda escrita del régimen no explicó tampoco por qué no había en todo el país un solo bote de salvamento para una industria que empleaba en ese momento a unas 150.000 personas. De esas cosas no se hablaba entonces.
Como solía ocurrir en aquella España, se trató el tema como una tragedia sin responsables, de esas que pasan simplemente porque Dios, tan inescrutable él, quiere. Fue, en suma, un cuento de mártires, los pescadores, cuya desgracia —narrada de forma lírica y llena de tópicos manidos— fue atenuada después por las acciones de sus mejores: unas autoridades tan diligentes y excelsas como caritativas. Fueron sus voces, no las de las víctimas o sus familias, que no interesaban, las que hablaron por todos.
Se cumplen ahora setenta y cinco años y, desde que ocurrieron los hechos, la mar y nosotros hemos ido borrando la memoria de todo aquello.