En mayo de 1243 se rendían los últimos cátaros en el castillo de Montsegur, en Francia. Habían aguantado un feroz asedio de 10 meses ante los hombres de Hugues des Arcis, senescal de Carcasona. Si querían vivir debían abandonar la herejía. Los que no lo hicieron, unos doscientos, fueron arrojados a la hoguera en la explanada que hoy se conoce como camp des cremats.
Algunos lograron escapar de la purga y se dispersaron en las montañas resistiendo en pequeños fortines o viviendo como ermitaños temerosos de la furia inquisitorial que se cernió en el siglo XIII sobre el actual Mediodía francés. Lejos quedaba en aquel momento el año 1213, cuando los señores de Occitania, feudatarios de Aragón y defensores de sus vasallos herejes, habían contado con la ayuda de un poderoso ejército al mando del mismísimo rey Pedro II, conocido como "el Católico".
Hacía poco más de un año que el aragonés había combatido en las Navas de Tolosa y su reputación era inmensa, tanta como para atreverse a desafiar a los cruzados franceses al mando del fanático Simón de Monfort y al propio papa Inocencio III. El 12 de septiembre de 1213 la esperanza se esfumó cuando el propio monarca murió combatiendo contra un embrutecido enjambre franco frente a las murallas de Muret.
Herejes y cruzados
En 1160 había aparecido un grupo de predicadores que se decían cristianos pero rechazaban la autoridad de Roma y el Viejo Testamento. Conocidos como "los perfectos", eran vegetarianos, vivían de forma austera y acumulaban adeptos. Decían que Cristo nunca se encarnó pues la materia es corrupta por naturaleza y por ello no se podía culpar a un hombre por sus pecados. Además, defendían que Jesús nunca implantó los diezmos. En contraste con la corrupción de la Iglesia oficial, estos herejes, conocidos como cátaros, cayeron simpáticos.
Lo que empezó siendo un conflicto religioso terminó por convertirse en uno político y social. La nobleza aristocrática del norte de Francia ansiaba las regiones mediterráneas, con ricas ciudades y tierras más fértiles, que estaban pobladas por una incipiente burguesía comerciante y artesana que desafiaba el sistema feudal y pagaba impuestos a Aragón. Los señores de Toulouse, Narbona y Carcasona, entre otros, rendían vasallaje al aragonés Pedro II cuando, en 1209, Inocencio III aprovechó el asesinato de su embajador para declarar la cruzada.
Ese mismo año, un gran ejército compuesto por caballeros y peones del norte de Francia se presentó ante la ciudad de Béziers, donde se escondían algunos herejes. "¡Matadlos a todos! Dios reconocerá a los suyos", clamó Arnauldo Amalarico, legado pontificio. Aquel contingente santo cumplió la orden y pasó a todos a cuchillo entre crueldades inenarrables.
Simón de Monfort se convirtió en líder de los papistas y se plantó ante Carcasona. Rechazaron negociar con el vizconde Raimundo Roger Trecanvel, que fue capturado y posiblemente envenenado. En Lavaur ahorcaron al noble Aumeric de Montreal y arrojaron a un pozo a su hermana Guiraude. Los cátaros que no rechazaban su credo eran arrojados a la hoguera. "Los quemaron con inmenso júbilo", relata una crónica de la época. Los títulos y propiedades de los fallecidos se repartieron entre los lugartenientes del ejército papal.
Pedro II, viendo una clara agresión a sus vasallos, cruzó los Pirineos dispuesto a derrotar a Simón de Monfort. Este último no debía de contar con más que un puñado de miles de hombres, entre peones y caballeros dispersos en Languedoc, frente a los 13.000 hispanos y occitanos que reunió el soberano de Aragón. Siguiendo la mentalidad de la época, el monarca buscaba demostrar su fuerza en un "juicio de Dios" y que el papa reconociese su soberanía en la región. Ambas fuerzas chocaron en Muret.
Muerte del rey
Monfort contaba con la ayuda celestial que otorgaba la presencia de varios obispos y legados vaticanos que, ante la abrumadora superioridad del aragonés, buscaron negociar. "Los emisarios salieron al alba de la villa de Muret y lo hicieron descalzos, en señal de humildad. El rey se negó a recibirles. A lo largo de aquellas horas, los obispos enviaron hasta tres embajadas, sin ningún resultado satisfactorio", explica Alberto Raúl Esteban Rivas en un artículo sobre la batalla publicado en la Revista de Historia Militar.
El ejército de Pedro II escuchó misa y formó en la explanada flanqueada por el río Loja. Monfort y sus hombres huyeron abandonando un Muret bajo asedio. El ejército aliado se dispersó y los caballeros volvieron al campamento. De morir aplastados por la artillería o asaeteados de forma ignominiosa se encargarían los peones y las milicias. Un par de horas después, tres columnas cruzadas cabalgaron como un trueno en la llanura y se estrellaron contra el ejército desorganizado. Habían caído en la trampa de Monfort, que usaba ardides para evitar combatir como un caballero.
Rotas las lanzas se despedazaron con espadas y mazas en un caos de polvo, aullidos y relinchos. Eran superados en número, pero la sorpresa había sido total. Pedro II, al ver la enseña del señor de Monfort, lanzó a su montura al combate seguido por su escolta y los caballeros aragoneses. "Los cruzados avistan las enseñas reales en el segundo cuerpo, y espolean sus monturas hacia el corazón del ejército enemigo", apunta Esteban Rivas.
[El imposible plan de un rey de Castilla para aliarse con el hombre más poderoso del mundo]
Entre huesos destrozados y brutales espadazos, el aragonés quedó rodeado y, "a pesar de que se identifica -dicen los cronistas que gritó varias veces 'Soy el rey'-, la violencia del combate no da resquicio a la clemencia: los franceses acometen contra él y acaban con su vida y con sus escoltas", continúa el historiador. El resto de su ejército huyó del campo de batalla, ya había finalizado la ordalía.
Pese a la contundente derrota, los cátaros y señores de Occitania consiguieron rehacerse al año siguiente y resistir las embestidas cruzadas. La cabeza de Simón de Monfort estallaría en mil pedazos al recibir un proyectil en 1218 durante el asedio de Toulouse. Sin embargo, los "rebeldes" perdían fuelle y Aragón no volvería a intervenir. El sueño de un reino vertebrado por los Pirineos se perdió.
"La muerte del rey Pedro en el campo de batalla significó el principio del fin de la concepción caballeresca medieval, el inicio de un nuevo modelo de sociedad en Occitania, el punto de partida de la expansión francesa y el cambio de rumbo en la historia de la Corona de Aragón", concluye el historiador.