Miles de legionarios romanos regresaban a su hogar en el año 165 d.C. después de combatir en las ásperas arenas del limes persa. Sin saberlo, portaban con ellos una variante de la viruela y con ella la semilla de la muerte que se esparció por todo el Imperio romano. Los habitantes de la Urbs se horrorizaron con la peste antonina que creaba sarpullidos negros y que algunos consideraban un oscuro castigo del dios Apolo. Igual de cruel fue la primera aparición de la peste negra que vació las calles de Constantinopla e infectó al propio emperador Justiniano a finales de su reinado en el siglo VI d.C. 

Más macabra resultó la pandemia ocurrida más de cien años después de la hecatombe antonina. Una posible variante de la viruela o el ébola torturó a millones de personas que se retorcían entre fiebre y vómitos. Algunos incluso veían cómo se pudría la carne de sus extremidades antes de pasar al otro mundo. En un imperio en llamas por los usurpadores, bárbaros, guerras civiles y enfermedades, decenas de ciudades quedaron abandonadas. "¿Acaso no vemos a diario los ritos de la muerte? (...) ¿No presenciamos los desastres de una plaga desconocida provocada por enfermedades furiosas y prolongadas?", sermoneaba a sus fieles San Cipriano, obispo de Cartago y testigo de cómo la ciudad norteafricana perdía un 62% de su medio millón de habitantes.

A pesar del diferente origen infeccioso de estas temibles plagas que inundaron la historia de Roma, todas ocurrieron bajo el mismo marco climático. Cerca del golfo de Tarento, bajo la bota de la Península Itálica, el estudio de un extenso depósito de sedimentos del Po y otros ríos de los montes Apeninos ha permitido enlazar las tres mayores pandemias del Imperio romano con una serie de repentinas olas de frío.

"Peste de Roma" 1869 Elie Delaunay Museo de Orsay

Algas

Este depósito cuenta con capas de sedimentos que abarcan desde el años 200 a.C. hasta el siglo VII de nuestra era. Para poder conocer los datos climatológicos de esta amplia cronología los investigadores han contado con la ayuda de una serie de algas dinoflageladas, muy sensibles a los cambios de temperatura y precipitaciones que durante el otoño entran en un estado de reposo y dejan rastro en el registro fósil.

En un reciente estudio publicado en la revista Science Advances se ha podido establecer una relación entre varios grupos de sedimentos con años específicos gracias a los restos de las diferentes erupciones volcánicas identificables, entre ellas las del Vesubio. 

Mapa de Italia y el mar Adriático que indica los principales sistemas fluviales y características geográficas importantes Science Advances

En el estudio climático, dirigido por Karin Zonneveld, paleoceanógrafa de la Universidad alemana de Bremen y Kyle Harper, profesor de Clásicas en la Universidad de Oklahoma, los investigadores apuntan que su reconstrucción "sugiere una asociación entre fases del cambio climático y episodios de crisis sanitarias agudas". 

Estas especies de algas fosilizadas en el fondo del golfo de Tarento cuentan con diferentes preferencias ambientales. Aquellas que necesitan temperaturas más cálidas son más abundantes en el conocido como Óptimo Climático Romano, que queda establecido entre 200 a.C.-150 d.C., cronología que coincide con un momento en el que la Urbs alcanzaba la supremacía en el mar Mediterráneo.

"Desgarradoras anomalías climáticas"

A esta época cálida de bonanza económica y expansión republicana e imperial le siguieron breves periodos fríos. Los tres más abruptos coinciden con la peste antonina del siglo II d.C., la conocida como plaga de San Cipriano en el siglo III d.C. y la peste de Justiniano en el siglo VI d.C. 

En los albores finales del Óptimo Climático, las temperaturas se volvieron más frías y secas. "Varias décadas de estrés influenciado por el clima en la península pueden haber creado las condiciones para la mortalidad pandémica, que luego se vio exacerbada por un cambio climático abrupto simultáneo", explican los autores. 

La aparición de periodos más fríos echaba a perder gran parte de las cosechas. La escasez de alimentos desembocó en episodios de hambruna y, en consecuencia, los dejaba más expuestos ante las enfermedades. Todo esto desencadenaba una reacción en cadena en un momento en el que la economía dependía de la producción agrícola, las normas de higiene brillaban por su ausencia y animales y hombres convivían en abigarrados espacios urbanos sin ningún tipo de control sanitario. 

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En cuanto al episodio pandémico altomedieval, el desastre climático se sumó a una serie de erupciones volcánicas que cubrieron la atmósfera de cenizas y convirtieron 536 en el "año sin verano". "Las desgarradoras anomalías climáticas de los años previos a la plaga habían reducido el suministro de alimentos. El entorno insalubre del mundo romano debilitó a sus habitantes y sus sistemas inmunológicos", relata el propio Harper en El fatal destino de Roma (Crítica), obra en la que analiza el olvidado papel del clima y las epidemias en la caída el Imperio.

Este escenario apocalíptico sería en el que la bacteria Yersinia pestis -causante de la celebérrima peste negra del siglo XIV- tendría su estreno en Europa. Un polizón embarcó desde Alejandría y la propagó por Constantinopla. Las rutas comerciales hicieron el resto.

"La plaga llegó a Italia en el año 543 d.C. y nuestro registro respalda la hipótesis de que las condiciones climáticas locales habrían desempeñado un papel en la amplificación de los efectos de la enfermedad. Los brotes recurrentes de peste en los siglos VI y VII, más fríos (junto con guerras persistentes y otros factores) llevaron a la población italiana a un punto más bajo en la segunda mitad del siglo VI o VII d.C.", se detalla en el artículo científico.

A este último periodo frío en el que cayó Roma y la peste diezmó Europa por primera vez se le conoce como la pequeña Edad de Hielo de la Antigüedad Tardía (450-750 d.C.).

Los datos extraídos de los núcleos sedimentarios del golfo de Tarento han sido comparados con más datos botánicos y climatológicos del resto de la Península Itálica. El siguiente paso en este estudio pasa por una profundización en estas comparativas y ampliarlos con más muestras y evidencias climáticas y arqueológicas de los territorios que, hace más de 1.500 años, formaron parte del Imperio romano.