Alfonso Sánchez-Tabernero es lo que se podría llamar un rector ancestral. Su bisabuelo y su tatarabuelo lo fueron de la Universidad de Salamanca y él asumió el mismo poder en la Universidad de Navarra durante diez años. Por herencia unamuniana, en la mayoría de los ratos de esta conversación parece empeñado en tratar de convencer, además de vencer.
Ese principio, que lleva a gala en sus labores académicas, no le importa tanto en lo futbolístico, su otra gran pasión. Es del Real Madrid, un club donde la victoria sin convencimiento vale lo mismo que la otra. Dice Sánchez-Tabernero que, en estos tiempos de tan pésimos liderazgos políticos, Florentino Pérez es uno de los grandes líderes del país.
Ahora que ha dejado el cargo, ha tenido tiempo para escribir Gobierno de universidades (Eunsa, 2023): un tratado sobre cómo se dirige una institución, véase la Universidad de Navarra, que ingresa 600 millones de euros cada año y que acoge a más de 6.000 empleados. Eso, en el fondo, es como liderar un pequeño país, una Comunidad autónoma, un Ayuntamiento.
Sánchez-Tabernero no ha lanzado un libro académico, ya que alterna la teoría con la vivencia personal y el recuerdo. Bucea en sus dudas y detalla el camino a sus convicciones. Es un texto con los mejores rasgos de la autobiografía.
A este profesor le gusta la provocación. El entrevistador lo sabe porque ha sido su alumno. Así que es ésta una buena oportunidad para poner sobre la mesa la cultura de la cancelación, el Opus Dei o la política.
Vestido de corbata parece un hombre sensato; vestido de corto, en el campo de fútbol, resulta insoportable por lo tenaz. Más aguerrido e intenso que filigranero. Más del Atleti que del Madrid. En fin, todos estamos inundados de contradicciones.
Si vamos a hablar de la universidad, conviene que establezcamos un punto de partida. Relata usted una férrea batalla institucional acerca de “cuál fue la primera”. En el libro, describe las posturas, pero no se moja. Hágalo ahora: ¿está con Federico I Barbarroja y la universidad de Bolonia o contra Federico I Barbarroja?
Dejemos que Oxford y Bolonia sigan discutiendo cuál fue la primera. Me parece más interesante resaltar que las universidades –como la mayor parte de los avances más decisivos en la historia de la humanidad: el inicio del pensamiento filosófico, la literatura, la democracia o el reconocimiento de los derechos humanos– nacieron en Europa. Por cierto, ¡también el fútbol!
Usted ha gobernado diez años, casi los mismos que llevará Sánchez si acaba la legislatura. Aunque su trayectoria me recuerda más a la de Rajoy: antes de llegar a rector, encarnó casi todos los puestos de la ‘Administración’. Me dirá que, en el caso universitario, esa trayectoria es mejor que la contraria. ¿Y en política?
Me parece que en cualquier ámbito político, empresarial o universitario, antes de ocupar un puesto de máxima responsabilidad, conviene adquirir experiencia en tareas menos complejas.
Entresaco otro paralelismo: su nombramiento como rector fue similar al de los candidatos del bipartidismo antes de la llegada de las primarias: a dedo. ¿Cree que funcionarían las primarias en el entorno de la universidad privada?
La democracia es la mejor forma de gobierno que conocemos cuando la aplicamos a los países, pero no funciona en la actividad privada. La propiedad sólo se involucra en una institución –invierte su tiempo y su dinero- si puede hacerse cargo de su futuro.
¿Y cree que funcionan las primarias en el ámbito de los partidos? Cada vez son más los impulsores de aquel modelo que ahora lo rechazan por desatar el efecto contrario al buscado: el ganador pasa a controlar toda la organización y esa estructura elegida “democráticamente” se convierte en “antidemocrática”.
Muchas realidades son paradójicas o “contraintuitivas”. Por ejemplo, subir los impuestos puede implicar un descenso de la recaudación de un país o establecer un límite al precio de los alimentos básicos suele generar problemas de desabastecimiento. De manera análoga, las primarias proporcionan la apariencia del triunfo de la voluntad popular pero los últimos años hemos descubierto las limitaciones y efectos secundarios de ese modo de elegir a los candidatos de los partidos.
Hay una frase de su libro que me ha hecho pensar: “La universidad es el lugar donde transcurren los mejores años de la vida de millones de personas”. Es una responsabilidad tremenda gobernar lo mejor de una vida. ¿En qué lo palpaba?
La universidad existe para que los sueños de miles de jóvenes en todo el mundo se hagan realidad en la vida profesional. Los profesores y quienes gobiernan las instituciones de educación superior tienen la obligación de dejarse la piel para no defraudar esas expectativas de los alumnos.
La Universidad de Navarra es una institución que ingresa 600 millones de euros al año y que tiene más de 6.000 empleados. Es como un pequeño país en sí mismo. ¿Qué fue lo más difícil?
En las universidades, los sistemas de control son extraordinariamente ineficaces. Por tanto, a mi juicio, la tarea más relevante y más difícil de un rector es generar el “caldo de cultivo” apropiado para que cada día las personas que trabajan en ese centro académico quieran dar lo mejor de sí mismas.
Como la mayoría de gobernantes, dice en el libro que se equivocó en algunas cosas. ¿En cuáles?
Mi error más habitual consiste en esperar lo mejor pero no prepararme para lo peor. Aunque no queramos verlo, la siguiente crisis –económica, demográfica, de reputación, sanitaria o de lo que sea- está a la vuelta de la esquina y conviene diseñar escenarios que prevean esas eventualidades. Yo no siempre lo hice.
¿Y sus mayores aciertos?
Fui rector de 2012 a 2022. En esos años, gracias al trabajo de un gran equipo de profesores, investigadores, directivos y otros profesionales, la Universidad de Navarra construyó un museo de arte contemporáneo, puso en marcha una nueva Clínica en Madrid, inauguró una sede de posgrados en el campus de esa ciudad, erigió nuevos centros de investigación y duplicó el número de estudiantes internacionales.
Pero, quizás, lo más interesante de esa década fue que muchas personas conocieron nuestro proyecto, se involucraron en nuestras iniciativas y asociaron nuestra marca a valores que nos gustan mucho como innovación, creatividad, respeto, esperanza o servicio.
El otro día me dijo un profesor universitario que el “mundo de la universidad” es, por dentro, tan terrible y despiadado como el de la política. Me describió las luchas de poder por alcanzar distintos cargos, las peleas entre departamentos, las trifulcas dentro de los propios departamentos, los líos de vicerrectores… ¿Lo percibe así?
En el mundo hay 30.000 universidades. Hay opciones de todo tipo: presenciales y online, con y sin ánimo de lucro, generalistas y especializadas, grandes y pequeñas, más orientadas al grado o al posgrado... Por encima de todo, unas realizan una tarea docente e investigadora de alta calidad y otras son mediocres.
También sucede que en algunos centros académicos se producen frecuentes luchas por conseguir poder o determinados privilegios y en otros no. Yo tengo la suerte de trabajar en una institución en la que la mezquindad, la pelea por conseguir un despacho más amplio o un horario más cómodo, casi no existe.
Escribe que algunas cualidades imprescindibles para los líderes que gobiernan grandes organizaciones se modelan en la infancia y en la juventud. ¿Cuáles?
Hablo de criterio, empatía y determinación, que actúan como la cabeza, el corazón y los brazos de las personas. El criterio sirve para acertar en las decisiones estratégicas. La empatía ayuda a ponerse en los zapatos de los demás para comprender sus inquietudes e ilusiones. Y la determinación es necesaria para no desfallecer cuando parece que faltan las fuerzas.
Esto es un poco desesperanzador porque cabría deducir que, al no llegar los mejores a la política, estamos gobernados por gente que nos aboca al fracaso.
Lo cierto es que, salvo contadas excepciones, el talento ha huido de la política. Se trata de un fenómeno bastante general: no sucede sólo en España. Esta realidad requiere que examinemos las “reglas del juego” que hemos establecido. Como idea general, considero que los políticos deberían estar mejor pagados y, a la vez, deberíamos exigirles que hagan mejor su trabajo.
¿Encuentra hoy en España algún liderazgo que le convenza? Puede ser político, empresarial, mediático… Pero no deportivo, haga el favor de no citar al Real Madrid, que este diario ya es lo suficientemente madridista.
Déjeme que le responda dos cosas. Primera, su pregunta coarta mi libertad de expresión porque usted no me permite afirmar que el líder más destacado de nuestro país es Florentino Pérez. Como ve, he utilizado una preterición, que es un recurso retórico estupendo para desobedecer al entrevistador [suelta una carcajada]. En segundo lugar, le diré que al frente de casi todas las grandes empresas españolas hay directivos extraordinarios.
Evalúe de esa manera técnica los liderazgos de Sánchez y Feijóo.
De Sánchez admiro su capacidad de resistencia, pero aún no he descubierto cuáles son sus principios innegociables. De Feijóo me gusta su apuesta por la centralidad en el espacio político. Me parece claro que los países progresan cuando huyen de los extremos. Sin embargo, quizás el líder de la oposición se limita a elaborar una propuesta pragmática y le falta un poco de épica, cierto espíritu de aventura.
Dedica un capítulo a la “cultura de la cancelación”. Eso que llamamos “cultura woke”, ¿ya ha llegado a la universidad española?
Afortunadamente, no. La cultura de la cancelación es una enfermedad que ha surgido en un buen número de universidades americanas y que pretende limitar la libertad de expresión para sobreproteger a los estudiantes de ideas supuestamente nocivas o peligrosas.
Lo propio del ámbito académico es escuchar opiniones variadas, debatir y argumentar con respeto, interesarse por los puntos de vista ajenos. La cultura woke considera que los jóvenes son tan frágiles que un punto de vista heterodoxo o confundido puede destrozarles. En cambio, a mí me parece que sólo crecemos cuando alguien desafía nuestras convicciones, cuando escuchamos perspectivas variadas, cuando descubrimos que no siempre tenemos la razón.
¿No ha llegado a la Universidad de Navarra?
Afortunadamente, no. Estamos libres de esa plaga.
La suya es una universidad de marcado carácter cristiano. En concreto, del Opus Dei. Cuando una institución educativa profesa un credo, asume el riesgo de que esa cultura de la cancelación nazca desde dentro. Es decir: podría haber profesores tentados –y seguro que existen algunos– de cerrar las puertas a ideologías radicalmente contrarias al cristianismo o el Opus Dei.
Siempre explico que, en este aspecto, las universidades y los periódicos se parecen bastante: ninguno, ni en el ámbito académico ni en el informativo, se comporta con cinismo, con una completa ausencia de principios; todos eligen unos valores y rechazan otros. La clave es que la identidad sea pública y respetuosa.
La Universidad de Navarra basa su actividad docente e investigadora en las grandes propuestas del pensamiento cristiano. Esa realidad significa que preferimos la verdad a la mentira, la solidaridad al comportamiento egoísta, el trabajo bien hecho a la chapuza, la libertad a la opresión, la esperanza al desconsuelo. Añado también otro principio esencial: ayudar todo lo posible a cada persona, tratarla con el máximo afecto, con independencia de sus ideas.
En el libro dice que tuvo sus dudas cuando, habiéndose formado en la Universidad de Navarra y estando trabajando en Manchester, eligió regresar a su ‘alma mater’. Entonces pensó que ese credo de la Unav podía ser un elemento de dispersión del talento o de los distintos. Asegura haberse dado cuenta de que supone lo contrario. ¿Por qué?
En este tiempo he descubierto que la identidad cristiana es una base educativa formidable, atractiva para personas de diferentes credos y de muy variados entornos culturales. Los valores cristianos son profundamente humanos; resultan inspiradores y constituyen una buena brújula para avanzar. A mi juicio, no resulta casual que las primeras universidades fuesen impulsadas hace nueve siglos por la Iglesia católica.
¿Hay religiones en sí, desde el punto de partida, más inclusivas que otras? Este es un tema que también está presente en los debates sobre la “cultura de la cancelación”. ¿Una universidad cristiana defiende mejor la libertad por su propia naturaleza que una musulmana?
Sin respeto a la libertad, no existe una verdadera universidad. Las aulas, bibliotecas y laboratorios no son espacios para el adoctrinamiento, para un tipo de enseñanza que reclama respuestas obedientes y acríticas por parte de los estudiantes. Los centros de educación superior existen entre otras razones para que cada persona descubra la verdad de su propia vida.
¿Y esa primacía liberal también la sostiene en relación, por ejemplo, al judaísmo o el budismo?
El judaísmo, el budismo o el islam admiten escuelas e interpretaciones variadas. Lo esencial es que la universidad no se empeñe en que cada estudiante se acomode a un molde predeterminado porque los seres humanos somos únicos e irrepetibles y sólo podemos vivir con grandeza si se nos permite elegir nuestro destino.
En el libro escribe: “No sería razonable invitar al campus a quien insulta o a quien hace apología de la violencia”. ¿Cuál es la barrera?
Las universidades deben ser territorios libres en los que ningún profesor, investigador o estudiante con un poco de sentido común se sienta coaccionado. Obviamente, no todo puede estar permitido: no se puede destrozar el mobiliario, ni insultar a los demás, ni hacer apología del racismo, de la violencia o de cualquier tipo de discriminación. Los límites referidos a lo que se puede hacer o decir deben ser pocos, claros e indiscutibles.
Usted y yo hemos estudiado en la misma Facultad de Comunicación. ¿No sería interesante que los alumnos pudieran escuchar a Josu Ternera, a un asesino preso o a un yihadista? Pongo ejemplos extremos que pueden ser reveladores de la condición humana. Ese debate, abrirse o no a esa escucha, está tanto en los medios de comunicación como en la universidad. ¿Qué piensa usted?
Cualquier debate académico debe basarse en el respeto. Me parece que una condición necesaria para invitar al campus a cualquier persona es que haya renunciado a la violencia y, por supuesto, al asesinato.
La influencia del Opus fue realidad en el tardofranquismo. ¿Hoy es un mito? ¿Usted testó esa influencia en capas importantes de la sociedad?
Mi impresión es que el tardofranquismo sólo interesa ya a los historiadores. En esa época hubo varios políticos del Opus Dei, tal vez cuatro o cinco, que, como todo hijo de vecino, intervinieron en la vida política como les pareció oportuno.
La pérdida de esa influencia acaba con el mito, pero también cierra puertas a la consecución de objetivos, ¿no?
El único fin del Opus Dei es contribuir a revitalizar el mensaje cristiano en la sociedad. Una persona del Opus Dei puede estar a favor de la independencia de Cataluña, puede luchar contra el calentamiento global, puede coleccionar mariposas o difundir las novelas de Tolstoi, pero esos afanes y aficiones son personales y libres.
Cerca de ese miembro del Opus Dei habrá otro que amará la unidad de España, mirará con recelo cualquier proclama ecologista, no habrá prestado ninguna atención a los lepidópteros y se habrá aburrido en la primera página de Ana Karenina, aunque, dicho sea de paso, a mí me parece una novela fascinante.
Usted todavía es relativamente joven, ya ha sido rector de su universidad, ¿qué le queda por hacer? ¿Le está costando reciclarse?
Soy joven. Lo de “relativamente” lo podría retirar [se parte de risa]. Doy clase a un grupo excelente de estudiantes de periodismo. Busco fondos para los proyectos de la Universidad de Navarra. Asesoro a algunos centros académicos. Investigo en mi área de conocimiento: la dirección estratégica de empresas de comunicación. Estoy escribiendo unas “Cartas a un estudiante universitario” que quizás se publiquen pronto. ¿Le parece que me queda tiempo para aburrirme?
Conteste con la mayor sinceridad posible: ¿le ha costado dejar el poder? ¿Nota ese síndrome de abstinencia que han descrito algunos políticos?
Sinceramente, no. Disfruto con lo que hago y me gusta mucho comprobar qué bien llevan el timón quienes gobiernan ahora la Universidad de Navarra.