La resurrección de Sánchez escrita desde su coso: cómo el miedo a Vox superó al miedo a Bildu
Seguimos a los dos candidatos con el libro de Hemingway que narró el antagonismo Ordóñez-Dominguín como telón de fondo.
Había dejado de escribir. Cuando el futuro se aparece resuelto, dejamos de escribir. Aparqué estas crónicas por culpa de un huracán de encuestas que soplaba con fuerza en favor de Alberto Núñez Feijóo. Igual que en el verano peligroso de 1959, el líder del PP, nuestro Antonio Ordóñez, enfilaba el camino de la victoria. El cambio de ciclo. La toma del poder.
No había sondeo que augurara un Gobierno de Pedro Sánchez, nuestro Luis Miguel Dominguín. Me llamaron de la editorial Renacimiento. Habían enviado por correo postal al despacho de Feijóo la biografía que Marino Gómez-Santos publicó sobre Ordóñez. La mímesis parecía total. La última semana de campaña, había un vencedor y un vencido. Cuando sabemos de antemano quién es cada uno, dejamos de escribir.
La noche electoral, en las redacciones de los periódicos, hubo más reescritura que escritura. Quemamos metafóricamente los obituarios de Pedro Sánchez Pérez-Castejón. Fuimos haciéndolo progresivamente, conforme avanzaba el escrutinio.
Yo pensaba irme antes a casa, pero no sobrevivió ni una sola de las palabras que tenía preparadas. Empecé de cero cuando andábamos por el 80% del resultado. Con las autonómicas, cuando también se vaticinaba un paseo militar de la derecha, había terminado mi texto informativo con el 30%. Además, aguantó firme hasta el final. Apenas incluí cambios; sólo actualicé las cifras.
Fue muy divertida la noche electoral. Hubo gritos de sorpresa, como si la redacción, convertida en vagón, se adentrara en el túnel del terror. No por la supervivencia de Sánchez (en algunos casos también), sino por la voladura del plan. Los editoriales, las columnas, las noticias… Todo eran cenizas.
Lo pienso ahora que, montado en un coche, me adentro en "La Companza", la finca de los Dominguines en Quismondo, un pueblecito de Toledo. Quedaría muy bien que esto hubiera sido planificado, pero me doy cuenta de dónde estamos cuando, al fondo, veo una plaza de toros en ruinas.
He venido a bañarme en la piscina de una amiga y, por suerte para el periódico y por desgracia para mí, me he encontrado una crónica. "¿Eso de ahí? Ah, era el ruedo que se construyeron los Dominguines. Dentro, entrenaba Luis Miguel".
–¡No me jodas! ¿Esta es la finca de los Dominguines? ¡Frena! ¡Frena, que me bajo!
Rosa, nuestra anfitriona, para el coche y yo me subo a un árbol para ver la plaza. No tan pequeña para ser particular; con un palco cuadrado y elevado al fondo, decorado con lo que parecen azulejos. Un diámetro de 35 metros, algo mayor que el típico de las plazas de tienta, veo en mi móvil. El tiempo ha carcomido el lugar, su piel ha perdido unos cuantos ladrillos, pero sigue en pie.
Cuando uno escribe este tipo de crónicas que obligan al viaje continuo entre pasado y presente, pierde un poco el juicio. Por eso veo a Sánchez en el centro de esta arena que hoy es polvo y matorral. Lo veo malherido, pero en pie. Derrotado, pero ganador. Poderoso a pesar de ser su rival el más votado. Rosa y Teresa me gritan desde el coche: "¡Qué hay! ¿Se ve algo? ¡Pero si no tiene que haber nada!". Lo estoy viendo todo.
Veo a Luis Miguel, en su última corrida de aquel verano, un 12 de octubre de 1960. ¡Cuánto duran los veranos cuando hay sangre de por medio! Lo veo como lo veía Hemingway: "Alto, moreno, casi sin caderas, con un rostro grave y a la vez burlón". Cambio su cara por la de Sánchez. El retrato funciona.
Está Luis Miguel, o Sánchez, frente al toro. El público le critica, vociferante, porque no se lleva la muleta a la izquierda. Quieren que toree al natural. De pronto, Luis Miguel, o Sánchez, se cambia los trastos de mano y se coloca la espada en la zurda. Se gira hacia el respetable, altivo, y grita: "Con la izquierda lo voy a matar, hijos de puta". Y lo mata a la primera con una "soberbia estocada".
La escena parece demasiado perfecta para ser cierta. En Hemingway, era difícil distinguir la realidad de la ficción. Pero a nosotros también nos parecía ficción que Sánchez pudiese matar a la derecha de una estocada, cuando el verano parecía perdido. Sánchez quiso, pero no pudo decir lo de "hijos de puta" al concluir el escrutinio. Se había liberado... dentro de los límites que marca el sistema.
Salió a un balcón improvisado en Ferraz y dio palmas junto a su mujer y algunos ministros. El público, también allí vociferante, entonó el "no pasarán" de los republicanos en la Guerra Civil.
Había sido una jugada maestra, sólo a la altura de los grandes prestidigitadores. Había inflado el fantasma de la ultraderecha hasta dibujarlo en la mente de los votantes como una mitad del Consejo de Ministros. Gobernaba Sánchez, pero en campaña parecía que gobernaba la ultraderecha. Así votaron los suyos. De pronto, pinchó el globo, todo desapareció... y él seguía en el poder.
¿Qué da más miedo?
Me bajo del árbol y me monto en el coche. Rosa y Teresa me dejan atrás, en una esquina, como se deja a los locos cuando deliran. Pienso que la jugada de Sánchez sólo fue posible con una extrema derecha cada vez más radical en sus posicionamientos, aunque débil en sus apoyos.
Feijóo había dado a la estrategia de Sánchez la pátina de verosimilitud necesaria metiendo a Vox en los gobiernos autonómicos. Y Vox había cumplido con su parte colocando en posiciones visibles a gente totalmente extemporánea, como sacada de otro siglo. Un presidente de un parlamento autonómico diciendo "las mujeres son más beligerantes porque carecen de pene" es la imagen que ilustra esta tendencia.
Pero todo este plan requería, a su vez, de una hemiplejia social que se antojaba dudosa. Sánchez parecía convencido de que esa parálisis de un solo lado de la memoria funcionaría en el electorado. Muchos teníamos dudas. Lo explico: los resultados de las elecciones generales han constatado que "la gente" tiene más miedo a Franco y la extrema derecha que a Bildu y los independentistas.
La oposición decía que Sánchez había ganado las elecciones anteriores engañando a sus votantes. Ciertamente, había hecho lo contrario a la mayoría de las cosas que había prometido. "No indultaré a políticos"… indultó. "No pactaré con Bildu"… pactó. Y así sucesivamente. Pero hace siete días, Sánchez obtuvo más votos que entonces y volvió a sumar mayoría habiéndose mostrado tal cual es: un presidente dispuesto a aliarse con todos los partidos que llevan en su programa la fragmentación del país. Entre ellos, un partido cuya parte de su cúpula no condena el terrorismo.
Seamos algo amarillistas para explicar esa prueba de la hemiplejia que supusieron las elecciones: ¿qué da más miedo? ¿Un partido que no condena con firmeza a Franco o un partido que no condena con firmeza a ETA? Pero debemos consignar algunos matices. Los dirigentes de Vox consideran que Franco no fue tan malo, pero casi no habían nacido cuando imperaba la dictadura. Algunos dirigentes de Bildu empuñaron la pistola hace un telediario, cuando todos estábamos vivos. Arnaldo Otegi, su líder, fue uno de los que secuestró con el arma en la mano.
A mí, todo esto no me genera dilemas morales porque, por fortuna, no tengo que elegir entre una de las dos infamias. Pero sí me impacta más la infamia de ETA por una razón biológica: la he vivido, mataron a padres y abuelos de mis amigos, he visto la sangre regando las aceras de las plazas donde crecí. Franco me induce ganas de vomitar, pero no es para mí un recuerdo, sino un personaje histórico, igual que el resto de dictadores a los que sólo he visto en la tele y en los libros.
Los resultados de las elecciones fueron claros. Sea por el motivo que fuere, en España da más miedo Vox que Bildu. Es así y no tiene vuelta de hoja. Millones de españoles fueron a votar a las urnas para frenar a la extrema derecha conscientes de que esa palanca de freno iba a ser sostenida por un exterrorista.
Pensará usted, lector, que esta crónica no funciona. Que el recorrido por la finca de Luis Miguel no puede ser tan largo como para acoger todas estas reflexiones. Pero, créame, sí lo es. Por fin, llegamos a lo que podríamos llamar la casa central de "La Companza".
Estamos en el término municipal de Quismondo. Suena a pueblo de "Cien años de soledad", pero no es más que una aldea pequeñita en la provincia de Toledo. Aquí nació el padre de Luis Miguel, Domingo González Mateos. A él, también torero, lo apodaron "Dominguín". Sus hijos, por inercia, fueron conocidos como "los Dominguines". Tanto tiempo después, en España, los que no tenemos ni puñetera idea de toros seguimos pensando que Luis Miguel se apellidaba "Dominguín". Tal cual.
Domingo González era un hombre humilde. Con su primer sueldo de matador, se compró esta finca. Se casó con una gitana llamada Gracia Lucas. Doña Gracia, que vivía en una cueva según me dice Google, se hizo pelotari para ganarse la vida. Hasta que conoció a Domingo y se convirtió en matriarca del clan de los toreros.
Mientras me pongo el bañador y preparamos el aperitivo, le hablo a Teresa de la hemiplejia. De la memoria. De los miedos a Bildu y a Vox. Ella, con la mirada, amenaza con producirme una hemiplejia de un tortazo. Porque es un día de fiesta, nos vamos a meter en la piscina, los perros juegan alrededor y aquí no hay gobierno que importe.
Pero, ¿cómo no voy a pensar en Sánchez ni en Luis Miguel si estoy a punto de meterme en la piscina que utilizaban los Dominguines?
–Oye, Rosa, ¿seguro que esta es la misma piscina donde se bañaba Luis Miguel?
–Y dale. ¡Que sí, pesado!
Cuenta la leyenda –me revela Rosa– que en una casita contigua a esta –la veo ya metido en la piscina– se refugió Luis Miguel con unas prostitutas. Lo descubrió Lucía Bosé, su mujer, y montó una tremenda. ¡Olé, Lucía! Hace no tanto, un nieto muy conocido, de nombre Miguel y de profesión cantante, se presentó en esta finca para pedir permiso a sus actuales propietarios, pisarla y recordar la infancia.
Rosa y Teresa se bañan. Juegan con León, un perro negro que tiene el tamaño de un toro y que también se baña. Llamo a una pareja de psicólogos, expertos en relaciones humanas, y les prometo que no revelaré sus nombres si me explican, con la mayor honestidad posible, la batalla de los miedos: por qué el miedo a Vox ha pesado más que el miedo a Bildu.
Aceptan. Vienen a decir, más o menos, esto. Digo "más o menos" porque no tengo libreta y porque, a veces, si no se trata de un político, es mejor escuchar sin apuntar. Uno se concentra más.
Dicen estos dos psicólogos que, en contra de lo que pueda parecer, los resultados electorales tienen cierta lógica: "La sociedad española quiere mirar hacia delante. Ha visto que los dirigentes de Bildu, o por lo menos muchos de ellos, han pedido perdón a su manera y no quieren volver atrás. Cuando la gente escucha a los de Vox, sí tiene la sensación de que existe el riesgo de volver atrás".
Añaden otro factor: "Los de ETA eran una banda de locos, unos psicópatas. Pero sólo eso, una banda. No formaban parte de un régimen institucionalizado que gobernaba el país. La gente tiene más miedo al terror institucionalizado que al terror que surge como desagüe de la sociedad".
Les recuerdo que los de Vox ni habían nacido con Franco y que algunos de Bildu estuvieron en ETA. Cínicamente, y quizá tengan razón, me contestan: "Eso juega en favor de los de Bildu. Porque el arrepentimiento, el mostrar que no lo van a volver a hacer, es muy eficaz en el subconsciente de las personas. Los de Vox no estaban con Franco y, cuando dicen que respetarán los derechos de las personas si gobiernan, existe la duda. Con los otros, no. Dejaron de matar y demuestran con su conducta que ya no lo hacen. Es crudo, es injusto, pero es así".
Apostillan los psicólogos con otro ejemplo que me descuadra: "Suárez, Fraga, Fernández-Miranda y compañía formaron parte del régimen. La oposición pactó con ellos y la sociedad los perdonó". ¡Pero no habían ejercido personalmente la represión! "Da igual, eran el régimen y la sociedad los perdonó".
A las palabras de los psicólogos, conviene añadir un miedo ancestral a la extrema derecha que tiene cierta lógica. España sufrió una dictadura nacionalcatólica de cuarenta años. Si la guerra la hubiese ganado la mal llamada República –en 1939, eran los revolucionarios y no los republicanos quienes mandaban en aquella trinchera– hubiese salido, quizá, una dictadura de corte comunista. No lo digo yo. Lo decía el republicano y de izquierdas Manuel Chaves Nogales. Pues bien, en ese caso, el miedo ancestral hoy sería a la extrema izquierda. Basta con ver lo que sucede en Polonia y en Hungría, donde cualquier posibilidad de que el comunismo toque poder se aplaca con un viraje al extremo derecho.
Una derrota victoriosa
Con todo este magma de miedos, convicciones e improbabilidades, Sánchez ha construido su derrota victoriosa. Dice la oposición que es muy peligroso invertir ese tradicional principio de que quien gana las elecciones "debe gobernar". Ha sido así desde 1977, pero no me parece grave en absoluto que gobierne el segundo.
El sistema que nos dimos es el de una monarquía parlamentaria no presidencialista. Es decir: no somos los votantes quienes elegimos al presidente del Gobierno. Lo hacen los diputados. Con la Constitución, firmamos esa especie de contrato social según el cual delegamos el poder de elección en los parlamentarios.
Por tanto, es presidente de España quien reúne más apoyos en la Cámara. Y se entiende que ese candidato, el investido, lo es porque concita una mayor representatividad; sea por mayoría absoluta o por la suma de voluntades distintas.
Si el PP quiere que gobierne la lista más votada, tendrá que proponer una reforma constitucional que desarrolle un sistema parecido al de Francia o Estados Unidos. En España, el problema no está en que gobierne el segundo, sino en el pacto y los intercambios que haga para lograr esos apoyos.
Empecé estas crónicas convencido de que Feijóo crecía en las encuestas por su imagen de gestor aburrido. Creí que los españoles, hartos de esta civilización del espectáculo que tan finamente describió Vargas Llosa incluso antes de formar parte de ella, estaban premiando sus ganas de aburrirnos a todos.
Deduje: "La gente está cansada de insultos y de proclamas populistas. Quieren a este padre jesuita incapaz de despertar el esplendor en la hierba". Sánchez sabía que debía destruir la imagen de gestor de su adversario. Pero su adversario se hizo el harakiri.
Esos días, esta última semana en que dejé de escribir, Feijóo se plantó en la Televisión Pública y erró clamorosamente en un dato sobre las pensiones. La periodista, Silvia Intxaurrondo, le dijo que eso no era cierto. Feijóo insistió, deslizó que la periodista trataba de manipularlo y se comprometió en público a pedir disculpas si el equivocado era él.
Efectivamente, quien falló fue Feijóo. Lejos de pedir disculpas, siguió huyendo hacia delante. Había dicho que su partido, el PP, siempre había revalorizado las pensiones conforme al IPC. Y no era cierto. Su amago de disculpa fue este: "Reitero que el PP nunca congeló las pensiones y el PSOE sí, con el voto de Sánchez. El PP subió las pensiones cada año y el PSOE no. Hasta cuando lo fácil era congelarlas como lo hizo el PSOE, también las subimos".
Había cavado su propia tumba. La izquierda, con toda lógica, puso su maquinaria a funcionar. Fabricaron la imagen de un Feijóo al menos tan "mentiroso" como Sánchez. Los españoles habían visto en directo a un político capaz de "mentir" sin despeinarse. Si Feijóo hubiera dicho la verdad en su tuit –"Perdón, me he equivocado. He fallado al mencionar un dato"–, la historia se habría escrito de manera distinta.
No es lo mismo enmendarse sobre un dato en pensiones que sobre los indultos, la sedición o cosas por el estilo, pero daba igual. En esta civilización del espectáculo, importa la estética, la forma. Feijóo y Sánchez eran de la misma especie. Los ministros del Gobierno bombardearon los medios de comunicación con esa consigna. Y surtió su efecto.
Decía que pensé en un Feijóo aburrido que, gracias precisamente a ese aburrimiento crecía en las encuestas. Me equivoqué. Influyó, sin duda, la metedura de pata de las pensiones. Así como otra serie de datos que manipuló en su propio beneficio y que fueron destapados durante la campaña. Ninguno de ellos tan grave como el "no indultaré", pero suficientes como para armar una campaña eficaz contra su honestidad.
Sin embargo, la clave de mi error de percepción no era esa. ¡Qué claras se ven las cosas en el comedor que fue de los Dominguín con un licor de hierbas en la mano! ¡Pero si yo nunca bebo licor de hierbas! La clave de mi error estuvo en creer que el ciclo del espectáculo se había terminado.
Las batallas más enconadas necesitan de perfiles carismáticos. Necesitan de un líder que tenga una historia que contar. Y que lo haga apasionadamente. Feijóo funciona como presidente, pero no como candidato a presidente. Sus vídeos electorales y su testimonio no encienden como deberían.
Vamos a meternos en su cabeza. Vamos a sumergirnos en su estrategia como yo me he metido en la piscina de Luis Miguel. Feijóo proponía un cambio de ciclo: un giro copernicano para España. ¡Casi una nueva Transición! El paso de un país en manos de los independentistas a un país "en manos de la concordia".
Con su manera de arengar, es imposible convencer a alguien de que estamos en ese punto tan emocionante. Las elecciones más enconadas, ahora estoy seguro, requieren un líder carismático. Un pescador de hombres.
No es que Sánchez sea la reencarnación de Cicerón. De hecho, resulta un parlamentario bastante mediocre: en las sesiones de control al Gobierno, lee los textos que le han preparado sus asesores incluso en las réplicas a la oposición. ¡Lee lo que le han escrito sin saber qué le van a decir! Te veo, cada miércoles, desde la tribuna, bribón. Como Moncloa siga imprimiendo tantos folios, no van a quedar árboles en el mundo.
Pero Sánchez construyó una historia y se dejó la vida contándola. Era el relato del "socialdemócrata al que una prensa mayoritaria y conservadora había intentando asesinar en los medios". Era el relato del único hombre que podía "frenar a la ultraderecha".
Al principio, sonaba a risa. A muchos nos sigue dando la risa. Pero se paseó por platós, estudios de radio y mítines con ese relato con el que percutió hasta el final. Era el boxeador agotado en la esquina, pero seguía golpeando con su historia. Se subía al escenario, gritaba y sudaba.
"¡Joder, es verdad! ¡Es que el padre Feijóo no convence a nadie! ¡A quién va a movilizar con esas maneras!", le escuché a un poderoso periodista que había puesto sus esperanzas en el líder del PP.
No podemos olvidar que Feijóo ha ganado las elecciones, que ha hecho crecer a su partido una barbaridad. Pero su victoria se ha convertido en derrota por culpa de las expectativas generadas por el propio PP. Ni frente al "peor gobierno de la democracia" –así lo definen– han sabido cosechar una mayoría suficiente para gobernar.
Tengo que dejar de escribir. Ya no hay mucho más que decir. Le queda a Sánchez cuadrar sus pactos de investidura con los nacionalistas. Lo hará. Mucho más difícil resultaba ganar perdiendo estas elecciones. Resuenan en mi cabeza las palabras de Luis Miguel en la última corrida de aquel verano sangriento: "Con la izquierda lo voy a matar, hijos de puta".