“¿Quién me puede auxiliar?”. Uno recibe un correo así de Fernando Arrabal y no puede hacer otra cosa que abrirlo pánicamente. Cuenta el genio que hará unos tres años recibió dedicado un “sobresaliente libro” titulado El dedo de Dios, la mano del hombre, de un tal Pedro González-Trevijano.
A Fernando Arrabal le pasa lo que a la gran mayoría de españoles: no tiene ni puñetera idea de quién es Trevijano. Ni siquiera ahora que el presidente del Tribunal Constitucional está en el ojo del huracán. “Trevijano”, “Trevijano”, ha debido de leer Arrabal en los periódicos. Y “pide auxilio”, nos pregunta por él a unos cuantos de los que estamos inmersos en la burbuja político-periodística.
Esta es la historia de cómo el "gran sátrapa de la patafísica" va a acabar recomendando al presidente del TC que acuda a un “seminario del caos y la confusión”. No parece una prescripción desacertada, teniendo en cuenta lo que viene sucediendo en las últimas reuniones de esta institución.
“Me dicen que le han investido como ¿presidente del Tribunal Supremo?”, nos pregunta Arrabal sobre Trevijano. Debió de gustarle mucho aquel libro, que versa sobre “el poder visual de las imágenes en el arte cristiano”. Ya entonces, hace tres años, sin saber que Trevijano era Trevijano, el genio le dijo: “Desgraciadamente, la mano de Dios la siento menos que mi amigo Houellebecq”.
Luego añadió: “Mi parte devota es muy importante y totalmente vuelta hacia la virgen. ¿A causa de la dicha inmerecida de su aparición?”. Porque Arrabal sostiene que, cuando era un joven proyecto de jesuita, se le apareció la virgen María. Se parecía a la del cuadro de Murillo.
Pero volvamos al presente. Acude pronto en ayuda de Arrabal el editor Pollux Hernández, que ha visto el mismo mail que nosotros y le dice que Trevijano no puede ser presidente del Supremo: “He mirado los periódicos y en ninguno de ellos veo que el presidente del TS, Francisco Marín Castán, haya cambiado. González-Trevijano, autor del libro que te dedicó, sigue siendo presidente del Tribunal Constitucional”. Arrabal, entonces, se disculpa: “¡Mil perdones!”.
Cuenta el genio que, después del mensaje de su editor, le llega otro correo, esta vez de Diego Moldes González, un ensayista gallego especialista en Kafka y Polanski, que le ofrece mediar para ponerle en contacto telefónico con Trevijano. Pero Arrabal se contiene y declina la invitación.
La respuesta de Trevijano
De todos modos, la historia alcanza su clímax cuando aparece un tercer correo en la pantalla del ordenador de Arrabal, en su casa de París. Lo firma… ¡Pedro González-Trevijano! Estando inmerso en la gran batalla que libran los poderes del Estado, a la 13:26 del pasado 13 de diciembre, el presidente del Tribunal Constitucional también acude para auxiliar a su ídolo.
Le dice: “Querido Fernando, querido y admirado amigo. Soy Pedro González-Trevijano, a quien conociste de rector en la Universidad Rey Juan Carlos, en un curso de verano en Aranjuez, y con quien te has carteado algún tiempo. En su momento, te envié el libro que me comentas sabiendo de tu interés, aunque es un ensayo más de arte que de filosofía base teología, sobre Dios y el hombre. Un abrazo fuerte con la admiración de siempre”.
Arrabal le contesta, quizá queriendo desagraviar sus despistes, y nos pone en copia a unos cuantos: “Si no me atreví a llamarte, hoy te respondo con un mensaje que quisiera que leyeran todos mis amigos y próximos, que a lo peor como yo mismo no acierten a saber cuál es tu relación (totalmente inmerecida) con un nonagenario modesto poeta casi desconocido”.
Imaginamos a Arrabal frente a la pantalla con sus dos pares de gafas. Las de ver y ésas sombreadas por un montón de flores. Al lado, quizá, una copita de Marie Blizard, el mismo licor que se tomó con nosotros en París cuando fuimos a verle el año pasado. Es el “único testigo de los cuatro avatares de la modernidad” –palabras del New York Times– en conversación con el presidente del TC en sus horas más duras.
Arrabal le cuenta su vida a Trevijano: “Ando un poco atareado con la visita de festivales que proyectan la copia restaurada de mi película ‘Viva la muerte’ de hace medio siglo y que a veces aprovechan, como en Montpellier, para darme el gozo de jugar simultáneamente con veinticuatro jugadores de ajedrez”.
Se despide compartiendo con el presidente del Tribunal Constitucional “sus descubrimientos sobre la confusión, el tohu bohu, Hesíodo y Cervantes”. Arrabal se dirige a él, al final de su texto, como “amado presidente”.
Pero esto no puede acabar así. Arrabal ya sabe quién es Pedro González-Trevijano, pero desconoce el lío en que anda metido. Así que ahora somos nosotros quienes enviamos un correo de auxilio al genio: “¿Qué le dice un perseguido por los tribunales durante tanto tiempo al sacrosanto presidente de un tribunal?”.
Porque a Arrabal, considerado por el régimen franquista uno de los cinco españoles más peligrosos del mundo, fue encerrado por estampar una dedicatoria blasfema en un libro, que acabó viralizándose pese a no haber redes sociales. Acabaron firmando en su defensa un montón de premios Nobel (Samuel Beckett, Vicente Aleixandre, Octavio Paz)… ¡y hasta Pemán!
Don José María, antes de echar su autógrafo, llamó a la mujer de Arrabal. Sabía que Fernando se había “cagado en Dios”, pero quiso cerciorarse de si también lo había hecho en la virgen. “No, ¡eso jamás! ¡Siente muy cerca a la virgen!”. Y firmó.
Nos contesta Arrabal que no se ve en disposición de dar consejos a Trevijano porque podrían interpretarse como “absurdos”. Pero luego añade: “Desgraciadamente, sólo he visto una vez a Trevijano y tan sólo lo he leído con ocasión de su excelente libro. Me dice usted que pasa por momentos arduos. Lo siento infinitamente, no podía imaginarlo. Lamento que a Trevijano sus trabajos le hayan impedido asistir al IX Seminario Internacional de Vanguardia, Confusión y Caos”.