En estos días hay más gente que nunca despierta de madrugada. La del 29 de marzo, Miguel Ángel Fernández no era capaz de dormir. Como muchas otras noches desde entonces en su casa de Vicálvaro , tampoco Ana, su mujer, lograba conciliar el sueño, y por eso ambos permanecían insomnes, sumidos en la tristeza, cuando recibieron aquella llamada al filo de las tres de la mañana. Era la Unidad Militar de Emergencias del Ejército.
Horas atrás, los soldados habían entrado con una dotación de bomberos en la residencia Vitalia Home de Leganés. Su objetivo era desinfectarla. Allí pasó su padre, don Ángel Fernández, ya aquejado de toda clases de males, los últimos 15 años de su vida. Al acceder al interior los soldados se encontraron con los cadáveres de 11 ancianos. Uno de ellos era el de don Ángel. En febrero había cumplido 90. Su cuerpo todavía no se lo había llevado la funeraria.
-Mire, hemos entrado y uno de los fallecidos que hemos encontrado es su padre. Estaba en la cama de la habitación. ¿Se lo ha dicho a usted la residencia?
-Sí, llamaron a mi hermano ayer por la mañana.
-Es para que tramiten ustedes lo del entierro.
-Ya se lo hemos comunicado a la funeraria, la Almudena. Dicen que ellos se encargan de todo.
24 horas antes supo que su padre había muerto. Le llamaron a las 11.45 de la mañana, y sintió una profunda rabia. "Era la primera vez que conseguimos que nos llamaran desde el 8 de marzo". Dice Ana, su mujer -él está sentado a su lado pero no se ve capaz de relatar la pesadilla-, que su marido y sus hermanos se turnaron, sin éxito, para llamar e ir conociendo el estado de su padre. "2 días antes de morir nos dijeron que estaba bien, sin fiebre, que simplemente tenía la saturación baja. Nada de coronavirus. Decían que no nos preocupásemos. Fue lo único que logramos sacarles después de decenas de llamadas".
Al día siguiente, el 30, aquel hombre fue enterrado en el Cementerio de San Lorenzo y San José. Un tipo inteligente y trabajador se iba tras una vida plagada de golpes sin poder despedirse de los suyos. Al recibir el certificado de defunción sus hijos comprobaron la causa de la muerte. "Parada cardiorrespiratoria", "sospecha Covid-19".
En los pasillos de Vitalia de Leganés la muerte se ha convertido en costumbre. Las últimas semanas han sido catastróficas. Más de cien familiares agrupados ya en una asociación comparten datos y recopilan información sobre el centro. Para narrar lo que está sucediendo allí dentro, EL ESPAÑOL ha entrevistado a cinco de ellos. El geriátrico cuenta con 266 plazas. El infierno que han logrado contabilizar asciende a 96 víctimas mortales. Saben qué día murió cada uno. La empresa solo reconoce 50.
Un certificado erróneo
La situación se ha vuelto tan complicada que ha tenido que intervenir el gobierno autonómico, como en otros 12 centros. Contra Vitalia Leganés pesa al menos una de las 20 denuncias recibidas en la Fiscalía de Madrid por los fallecimientos en masa. Desde el Defensor del Paciente, de la mano del letrado Carlos Sardinero, de Sardinero Abogados, advierten que llegarán más. Los relatos de los afectados son similares: denuncian falta de información, falta de atención hacia los internos, y una comunicación con los familiares que, en muchos casos, ha brillado por su ausencia.
El viernes 27, Laura y otros familiares establecieron contacto con la Unidad de Geriatría del Hospital Severo Ochoa. Hablaron con una geriatra. Les dijo que solo lograban contactar con la residencia por correo. "Apenas les informan de los casos de residentes con síntomas. Solicitaron información detallada de cada residente con síntomas y no les han dado datos". Dicen los parientes de las víctimas que tampoco se los daban a ellos.
Horas después de la llegada de los militares, el domingo 29, los familiares recibieron un mensaje de whatsapp de los responsables del centro. Habían empezado a realizar test de detección del coronavirus. Los habían conseguido por su cuenta, ya que el Departamento General de Salud Pública de la Comunidad de Madrid no se los facilitaba. Al día siguiente el 30 de marzo, fallecieron 5 residentes más. Los familiares se enteraron a través del personal de Vitalia y de la prensa que la empresa tan solo había obtenido unos 100 test. Desde la dirección aseguraron que están esperando recibir más unidades del test lo antes posible. Al padre de Laura se lo hicieron y dio negativo. Tuvo tiempo a sacarlo de allí.
Mari Carmen González vio por última vez a su padre el 8 de marzo, un día antes de su cumpleaños. La jornada siguiente, lunes, cuando Francisco cumplía los 90, los propietarios decidieron cerrar el centro. Ya no le volvieron a ver. "Yo y mis hermanos nos coordinamos para llamar a diario. La semana que murió estuvimos varios días sin saber nada". El martes 24 lograron que se pusieran al teléfono. "Dijeron que había estado dos días con fiebre -explica-, y que le estaban dando antibiótico. Estaba reaccionando bien. Todavía no me explico cómo tenía esa fiebre y no me llamaron".
Las jornadas siguientes Mari Carmen siguió insistiendo. Preguntó varias veces si había coronavirus, y le dijeron por teléfono "que no se había detectado ningún caso, que se les había aislado por prevención". El 28 de marzo, tras varios días de gestiones infructuosas, llamó una vez más a la residencia. Eran las 11 de la noche. No había nadie al otro lado de la línea. Lo siguiente que hizo fue marcar el teléfono directo de la habitación. Descolgó una enfermera. Ésta argumentó que tenía una urgencia y que no podía atenderle.
-Si estás en la habitación de mi padre, doy por hecho que esa urgencia es para mi padre.
-Espera, que te paso con una persona.
"No sé quién era que me lo cogió -insiste, desconsolada-, pero me dijeron que su cuadro era bueno, que ya no tenía fiebre y que estaba comiendo bien". Al día siguiente, inquieta ante la incertidumbre, se levantó a las nueve y se abalanzó sobre su smartphone. Era domingo. Llamó a recepción, y nada, luego a la habitación, y tampoco. Seis intentos después alguien respondió. "Estaba esperando que me pasaran a la doctora cuando uno de mis hermanos recibió la llamada. Decían que papá había muerto".
"Imagínate cómo te quedas cuando te están diciendo que no pasa nada y así, de repente, tu padre fallece", dice Mari Carmen. Días después acudieron a por el certificado de defunción. El dato que les descuadró por completo es que en el documento aparecían dos fechas diferentes. En la parte superior del formulario, escrita a bolígrafo, se indica el día y la hora de la muerte: 29 de marzo a las 4.45 de la madrugada. "Sospecha: Covid-19." "No llamaron, solo se pusieron al teléfono 6 horas después, cuando lo hicimos nosotros". Más abajo, la cifra discrepante: el documento está firmado el 28 de marzo, un día antes del fallecimiento. "Al ver esto, di por hecho que lo tenían preparado, y que cuando llamé a la habitación la noche anterior, cuando me dijeron que estaba bien, mi padre ya estaba muerto. No te puedes hacer a la idea de todo lo que hemos pasado".
El suyo fue otro de los cuerpos que se encontró la UME aquel fin de semana en el centro, algunos de ellos en la morgue. Las hijas de Esperanza Tavira de Andrés estuvieron dentro de ese habitáculo cuando fueron a buscar el cuerpo de su madre. "Es un lugar pequeño, con dos sillas una camilla, dos espacios separados por un cristal de 2x2, más o menos. Allí no cabían 9 cuerpos, así que tenían que tenerlos en las habitaciones".
Una hija de la guerra
María Belén Muñoz Tavira tiene 54 años. Su madre, Esperanza, había cumplido los 84. Nació en Valdenoches, en la provincia de Guadalajara. Decía que era hija de la guerra. Junto a su marido llegó a montar en el pueblo un taller para arreglar calzado, y también una academia. Tuvieron cuatro hijas, que viven hoy entre Leganés, Getafe y Fuenlabrada. Cuando su padre falleció, en 2017, la internaron en Vitalia Leganés. Fue el 11 de marzo cuando les dijeron que ya no iban a poder volver a entrar.
"A veces nos lo cogían y a veces no, pero nos decían que no nos preocupásemos, que estaba bien", recuerda. El fin de semana que empezó el confinamiento les dijeron que tenía una infección de orina. "También un poquito de fiebre". Luego les dijeron que ya iba a mejor. El 16 de marzo les organizaron una videollamada, y vieron a su madre por última vez, postrada en un sofá. "Yo la veía muy muy rara. Apenas abría los ojos. Estaba como despistada y desorientada".
El jueves 19 llamaron a una de las hermanas de Belén. Su madre estaba con flemas. Respiraba con dificultad. Los síntomas del coronavirus eran evidentes. Iban a empezar a administrarle los cuidados paliativos. El día en que Esperanza Tavira Andrés murió, Belén llamó a las seis de la tarde, y en lugar de la doctora se puso al teléfono una joven enfermera auxiliar. "Esperanza está muy bien, me dijo, se ha tomado una gelatina, y una medicina, y está muy bien. Quedé alucinada". Llamó diez veces más, y al no conseguir hablar con la doctora le dijo al recepcionista: "Como no me pongáis con ella me voy a la puerta y me pongo a dar patadas en la puertas hasta que me hable".
A las siete y media, por fin, logró hablar con la doctora. "Vuestra madre está muy malita. Le hemos puesto los cuidados paliativos para que no tenga dolor, y para que respire mejor. Le hemos puesto también morfina". A las nueve menos diez había fallecido.
Carmen tiene 62 años y lleva 16 en la residencia, en la unidad de cuidados paliativos. Anteriormente, trabajó en la Seguridad Social y también en la Comunidad de Madrid. Es técnico auxiliar de enfermería. Está de baja desde el día 19 de marzo por presentar síntomas compatibles con Covid-19, igual que la mitad de sus 20 compañeras del turno de la tarde. "La residencia no se desinfectó hasta que llegó la UME. Solo había dos personas de tarde dedicadas a la limpieza y lavandería para toda la residencia. La regulación establece que sean cuatro. Mascarillas, las justas". En uno de los turnos, antes de quedar recluida en su casa, encontró a uno de los ancianos con heridas en las orejas. Eran llagas provocadas por los tubos de oxígeno conectados a la nariz.
Antes de esta crisis, la residencia de Vitalia en Leganés había recibido una multa de 30.000 euros de la Comunidad de Madrid por cinco infracciones severas relacionadas con la ausencia de una "debida atención sanitaria y/o farmacéutica" y por "no tener el establecimiento y el equipamiento en las condiciones debidas de mantenimiento, higiene, confort o salubridad", según publicó Infolibre. El grupo que gestiona la residencia posee 51 centros en toda España. El de Leganés es el del que más ganancias obtiene el grupo, casi 950.000 euros. Hace años que los familiares vienen realizando manifestaciones y protestando por la situación en la que venían viviendo sus mayores. Concentraciones, reuniones, manifestaciones... Todas las advertencias estaban sobre la mesa. Es cierto que nadie esperaba una pandemia mundial, pero los familiares creen que los antecedentes en el centro han contribuido a la grave situación en la que está la residencia.
"Nuestro error fue obedecer"
El caso de Inés Manso es similar a los otros. El 14 de marzo su hijo Luis Ferrero Manso llamó por teléfono, y le dijeron que ya la notaban muy apagada. "Les dije a los médicos que estaba asustado y que estuvieran atentos. Al día siguiente les confirman que tiene una infección de orina". El martes 17 pudo hablar cinco minutos con ella. Ya le habían prescrito antibióticos. Le dijo al médico que hicieran el test. "Me dijeron que no podían, que no tenían nin para ellos". Al día siguiente la llaman diciendo que dé su consentimiento para que se le ponga morfina, para que le impongan cuidados paliativos y que puede acabar en fallecimiento. Cogió el coche y se fue directo a la residencia. "Al llegar allí me encuentro sentados en el patio a tres abuelitos. Uno hablando por teléfono, otros sentados cada uno en una esquina".
Allí se lo explicaron todo. Inés aguantó unos días más. El 22, el día del cumpleaños de su hijo, falleció en torno a las dos y media de la tarde.
Amparo todavía tiene dentro a su padre Eutimio. Comparte habitación con otro inquilino. Ambos tienen coronavirus. Para ella la experiencia también ha resultado nefasta. "El 23 de marzo llegó a 38 de fiebre, pero el médico dijo que estaba estupendo, y de saturación bien. Yo no estaba tranquila, así que llamaba a papá y veía que no estaba bien, pero en la residencia decían que sí. El viernes 27 llamé al Severo Ochoa. Me dijeron que había que hacer algo. Luego dio conmigo el doctor de la residencia, y me dijo que quién era yo para llamar al hospital. Y le digo, hombre soy la hija de mi padre, y mi padre está enfermo. Insistió en que todo estaba bien. Luego le pusieron antibióticos y mejoró. Creo que si no hubiera llamado al hospital mi padre ya estaría muerto".
Su madre también estaba allí internada. Ambos compartían habitación. Falleció en diciembre, y Eutimio quedó solo y sumido en la pena. Amparo dice que muchas veces la atención brillaba por su ausencia. "Se equivocaban con la medicación de mi madre, un despropósito. Todo esto te pilla de nuevas, porque si no, desde el primer momento me pongo a denunciar".
Ante la actitud de la residencia y las administraciones, el marido de Ana y sus dos hermanos también sopesaron, como Amparo, el llevarse a don Ángel a casa. Les advirtieron de que ya no podrían entrar a recogerle. "Tendríamos que haber entrado todos los familiares allí y habérnoslos llevado a todos. A nuestra generación siempre nos han enseñado a obedecer, y ese fue el fallo que cometimos. Nuestro error fue obedecer. De esta tenemos que aprender: hasta qué punto tenemos que ser obedientes y dejar que nuestras personas mayores se mueran solas. Intentamos no culparnos a nosotros mismos de nada, pero eso se nos va a quedar dentro para siempre".