Hay un ejército de niñas de ojos rasgados -pequeñas muñecas vestidas de rojo- bajando la calle a idéntico paso. Van demasiado pintadas porque imitan a las mayores, porque quieren ser hermosas, como aquella cría en la película de Pequeña Miss Sunshine. Llevan el pelo prensado en moños diminutos a los que se agarran horquillas de purpurina, pinzas de kitty y de flores. Cantan muy dulce y mueven sus abanicos: parecen un juego de espejos.
Las niñas españolas las observan admiradas desde la acera. “¿Son princesas?”, le pregunta una a su madre. Hay algo de fascinación colectiva por la procesión oriental que camina por la calle Marcelo Usera. También cierto teletransporte: no parece posible que todos los faroles colgando en las tiendas, las cabezas de dragón, el despliegue de bailes y las flores de loto tengan como marco un barrio de edificios bajos y comercios cálidos que anda cerca del Manzanares y limita con Carabanchel. Si uno mira el desfile de las carreteras cortadas, se cree que está en Pekín. Si mira hacia arriba, hacia los balcones donde se asoman ancianas en bata, chicos fumando y familias latinoamericanas, recuerda que está en Madrid.
Y ese choque forma parte de la gracia: aquí un mundo que sale al encuentro de otro. Una lente occidental más que atenta, entusiasmada, por la cultura oriental. “Sale más económico que ir a China, ¿no? China ya está aquí”, me dice Ana, madre de dos gemelas. Viven en Nuevos Ministerios y han venido expresamente a Usera para ver el desfile.
Lo que el mono significa
Se celebra el año nuevo chino -el 4713 según su calendario- y el protagonista es el Mono de Fuego. Adiós a la cabra del ciclo antiguo. “Pero lo del mono qué significa”, me pregunta una señora que viene cargada con las bolsas de la compra y anda despistada. “Por lo visto, tiene el poder de descubrir soluciones nuevas para viejos problemas”, le digo. “Y ayuda al éxito en los negocios. Vamos, eso he leído. “Pues eso nos viene muy bien”, repone, irónica. “Faltita nos hace, sobre todo lo primero. A ver si se aplican el parche los políticos y arreglan de una vez este país”.
La cabalgata la inaugura el Centro de Mayores Chinos de España, con su pancarta en español. De cerca les sigue una Asociación de Budistas Chinos y otra de Familias Adoptantes en China. Predomina el color rojo con ribetes dorados en los trajes. Los niños ponen la música aporreando sus tambores. “Uno de ésos nos vamos a llevar para la casa, que no dan mucho la lata”, bromea un padre. En realidad, según las leyendas antiguas, al inicio del año chino ronda por sus regiones una bestia comeniños llamada Nian. Para espantarla se pegan en las puertas de las casas motivos rojos, se tiran petardos y se hace sonar el tambor como un seguro ante la muerte. Porque Nian, como cualquier monstruo que se precie, teme al color y al estruendo de la vida.
Nadie sabe qué significa nada pero asimila su belleza. Está claro que las cosas se disfrutan más sin entenderlas. Huele a sopa de pollo y el mundo parece estar de suerte, aunque la lluvia amenace todo el rato con caer sobre el barrio obrero y convertir la fiesta en papel mojado. La china es la comunidad extranjera que más crece en la capital del país: según el informe de población de origen extranjero de junio de 2015, hay 54.362 en toda la región, unos 3.000 más que en 2014.
Trabajar aquí, morir allí
Es una invasión encantadora y triste: la mayoría vienen sólo a ganarse la vida y prefieren volver a su país para morir. Otros son incinerados y se envían sus restos para que descansen allí.
Pero ahora, en medio de esta alegría extraña, de este comienzo febril de año, nadie parece acordarse de eso. Se va difuminando en el imaginario español que el ciudadano chino es esa criatura empresarial y permanentemente despierta que nos abastece de chucherías, detergente y cerveza en las horas peores. Se va alejando ese “Voy a bajar al chino”, el pequeño puesto en el que te espera un señor insomne y amable para facilitarte la vida. “Es bueno que nos enseñen su mundo y vayamos aprendiendo más de ellos”, dice Rafa, un vecino del barrio. “Al fin y al cabo, es una cultura milenaria y está mal que los encorsetemos en la imagen de un tendero 24 horas”.
Aquí los paisanos los comprendemos a nuestro modo, medio encantados con el escenario pero sin ahondar demasiado en él. Suena un ritmo de silbatos: “Parecen colibrís”, dice uno. Está el señor de la chaqueta de cuero y el puro enorme, está el chaval de las dilatas, la niña pija y las madres atropellando al personal con los carritos para llegar a la cabecera del desfile. Aparece un dragón con colmillos hambrientos llevado por tres hombres y un espectador se ríe de su amigo: “Ése es más feo que tú”. “Eh, mira qué faroles más guapos”, dice otro. Una señora sale de la peluquería con el tinte puesto para hacerse un selfie con dos chinas de quimono, encantada de la vida. “Hostia, ¿y ese pollo?”, se escucha. Y, bueno: es un ave fénix.
Pero también es cierto que la ignorancia es bidireccional. “¿Qué simboliza ese ave?”, le pregunto a una de las chinas que ejerce de gestora cultural del evento. No sabe hablar castellano y me pasa a otra para que nos traduzca. Me dice algo como que no hay palabra en español para definirlo. “¿Y ese dragón?”, continúo. Señala a un tipo. “¿Representa al hombre?”. “Palesido”, sonríe. Luego Wikipedia me aclara que el dragón es la personificación del yang, de lo masculino; y que su versión femenina es el ave fénix. Menos mal. Este pequeño lenguaje de signos tiene trasfondo: la comunidad china en Usera ha encontrado un ecosistema tan cómodo, tan familiar, que el dominio del idioma local se ha convertido en algo secundario. El barrio es ahora una réplica en miniatura de su hogar, y ahí desenvuelven su tejido de negocios y sus lazos sociales. Usera es la Chinatown nacional.
Niños chinos del Real Madrid
Los niños son el núcleo más poroso. Hablan un español perfecto y me cuentan que son aficionados de equipos como el Real Madrid, el Barcelona o el Valencia mientras hacen una pausa en su demostración de kung fu. Algunos reciben chocolate de la mano de sus padres, para que no se agoten con tanta caminata. Dos mujeres africanas, ataviadas de largas y coloridas túnicas, se infiltran en la procesión de la mano de sus hijas. Una matriarca china organiza el coro de chicas. En la puerta de la Junta Municipal de Usera ondea el “Refugees welcome” en blanco y negro. La calle brilla.
Es el primer año que este espectáculo se celebra en Usera. “Aquí adquiere más sentido. Es su barrio”, reflexiona un caballero. En la Junta hay una cola bestial para acceder a la programación de actividades. Pero, ah, no abren hasta las 13.15 h. Hay algo ingenuo y celebratorio en el ambiente. Da la sensación de que los protagonistas chinos y los madrileños asistentes están entusiasmados por algo común pero inexplicable: un instinto más ancestral que el conocimiento o el idioma, un deslumbramiento natural por el otro. Al final la nube cae. Empieza a chispear y un niño se pone a llorar. “¿Es que se acaba la fiesta?”. Esa pena no necesita traducción.