La primera persona sostenible que conocí fue mi madre. Siempre empiezo así las charlas o conferencias relacionadas con la sostenibilidad, especialmente cuando está ligada con la moda. También era quien consumía con mayor ansiedad mis textos. Y espero que desde donde esté lea este. Porque es de agradecimiento.
Mi madre, digo, era sostenible a su pesar. Pero sometía a las prendas de sus hijos a lo que ahora llamamos economía circular. Y no lo sabía. Una precursora.
Era como muchas madres de entonces, esas de los 60 y los 70. Eso sí, sin sustancias de ningún tipo: en casa lo más cercano a un alucinógeno era el kéfir –ese hongo que entonces me parecía una cochinada y ahora es tan cool–, que se multiplicaba como los panes y los peces, y al parecer sanaba.
Como muchas madres de entonces, reciclaba lo de la mayor para la pequeña, lo del mayor para el mediano, lo del mediano para el pequeño… todo a base de crecer o decrecer bajos, cambiar cuellos o cerrar costuras.
Como muchas madres de entonces, poseía un tesoro que era casi un escudo: su máquina de bordar. También la usaba para coser, lo que no era ni su pasión ni su fuerte. Pero ahí estaba ella, con cinco hijos y un marido periodista, para hacer posible lo imposible, sostenible avant la lettre.
Como muchas madres de entonces, preparaba un magnífico cocido algunos miércoles o viernes –los jueves no se comía carne–, y el morcillo sobrante lo convertía en ropa vieja. El pollo, si quedaba, en croquetas. Aún me relamo sólo de recordar aquel sabor y aquella consistencia a la que contribuía el huevo cocido desmigado.
Años después, fue mi faro reciclador. Hacía ya tiempo que los periódicos no se tiraban; los niños los llevábamos a vender y nos quedábamos con las pesetillas que nos daban a cambio. Nunca supe con certeza para qué usarían aquellas páginas que por viejas no servían ni para envolver el pescado.
Hacía ya tiempo que permutábamos los cascos –que así se llamaban– de las botellas de agua o de refrescos por otros llenos. Y muy pronto nos enseñó que había que separar residuos. De hecho, fue de las primeras personas que conocí que lo hacía, sin importarle nunca si de verdad se trataba bien aquella basura diferenciada por plástico, cristal, papel y orgánico.
Por eso, seguramente, lo llevo tan dentro.
Me encantaría mantener esta conversación con ella. Me gustaría poder contarle el nuevo rumbo que ahora podrían tomar aquellas tiras de tela que guardaba en cajas que para nosotros eran mágicas. Aquellos retales que cuál tesoro casi brillaban, aunque solo valieran para algún disfraz y no muy profesional.
O aquellos trapos que una vez taparon como sábanas o relucieron en mesas bien puestas. O los calcetines desparejados que por algún motivo también se encontraban en la cueva de Alibaba.
Admiraría que todo aquello ahora podría ser tirado a un contenedor especial, para su reciclado y desde luego con la prohibición de llevarlo a vertederos o quemarlo. No la convencería de consumir ropa de segunda mano, porque la conozco bien. Pero sí de que aplaudiera otros cambios de este nuevo renacimiento cultural.
Estoy segura de que le alegraría la nueva Ley de Residuos, que establece la imposibilidad de destruir excedentes, cuyo proyecto fue aprobado poco antes del fin de 2021. Aunque también lo estoy de que con su vena crítica pondría en duda la capacidad para ponerla en práctica de manera inmediata.
Los años venideros serán circulares o no serán y no sólo lo sabemos los consumidores, que tenemos mucho poder
Pero aplaudiría que antes del 31 de diciembre de 2024 tenga que estar regulada la separación del textil para su recogida, según establecen las normativas europeas. Y que la nueva ley prohíba destruir productos textiles invendidos –no solo ropa; tampoco excedentes de juguetes o aparatos eléctricos–. Con el fin de estimular la economía circular, estos deberán destinarse primero a canales de reutilización, como la donación, y si no es posible, a la preparación para esa reutilización.
Los años venideros serán circulares o no serán y no sólo lo sabemos los consumidores, que tenemos mucho poder, el de comprar o no comprar y el de hacerlo según y cómo. Lo saben desde luego las marcas, cada vez con más posibilidad de aplicar la tecnología para ajustar mejor la oferta que dan a la demanda, asegurando un menor número de prendas invendidas.
También los diseñadores independientes, que lo tienen más fácil porque está de moda la venta bajo demanda, volviendo de alguna manera a aquellos años en los que se acudía a la modista o la costurera venía a casa. Y desde luego lo entienden los grandes conglomerados, que incluso se han ofrecido a vender sus propios restos de materiales no usados, como es el caso del gran grupo francés del lujo LVMH, que ha creado una web donde otras marcas puedan adquirirlos. Esto me parece lo nunca visto.
Y lo saben muchas start-ups que están desarrollando la circularidad a través de la venta de prendas de segunda mano. Algunas verdaderamente novedosas, como Run to Wear –que tuve la suerte de conocer recientemente–, que más que con la venta trabaja con el intercambio de ropa entre usuarios. Y más que con el precio, con el valor, una distinción que reclamo más y más.
“Todo necio confunde valor y precio”, acuñó Antonio Machado. Porque las prendas que se suben a la red para permuta se evalúan en torno a tokens y no a euros. De manera que el trueque se produce entre aquellas que han obtenido el mismo número de tokens.
Circulen, por favor. No los miren, únanse.