Las embarazadas lo saben bien. Salen a la calle y solo ven tripas. También los escayolados. No es una ocurrencia. Es una especie de ley universal que nos une a nuestros pares. O que nos hace llegar información sobre un tema cuando estamos investigando sobre la materia, tanto que a veces parece magia.
En estos días en los que tanto positivo a mi alrededor se ve abocado a parar, al menos su vida social, y en los casi dos años que llevamos de pandemia -por qué se habla de pospandemia cuando esto es el cuento de nunca acabar-, he meditado mucho sobre la necesidad de revisar las pastillas de freno, las nuestras. Y me han ido cayendo, cual fichas de tetris, informaciones, conversaciones, lecturas con el recordatorio de vivir de otra manera, sin que ello tenga un trasfondo hierbas.
En realidad, se trata de un viaje que se inició con una invitación a sumarme al consejo asesor del proyecto Tiempo de Arte. Slow Art Circuit Spain. ¡Yes!, dije sí por tratarse de un movimiento que incita al consumo de arte de manera consciente. De hecho, hace unos días, participé en su puesta de largo ante empresarios cántabros. No porque sea yo adoptiva de la tierruca, sino porque Santander será su primera parada, con un congreso que se celebrará en el Centro de Arte Botín en la próxima primavera.
En la presentación, que tuvo lugar en el Palacio de la Magdalena, la alcaldesa, Gema Igual, que ha apoyado la acción desde el minuto uno, y los empresarios allí presentes, destacaron la importancia de honrar la capacidad que el arte tiene para transformar la sociedad.
De hecho, su directora, Merche Zubiaga, que es sobre todas las cosas gran amiga, se refirió a una especie de nuevo Renacimiento, que sería el que esta época nos invita a recrear. Como si el arte tuviera superpoderes capaces de sanar el alma, remover nuestra sangre y activar emociones que nos conducen a una mejor existencia.
Y desde luego, el mundo empresarial no es ajeno a esta realidad y utiliza cada vez más la cultura en general y el arte en particular para reforzar sus estrategias. Así quedó claro aquella mañana en la que además del director general de la Cámara de Comercio de Cantabria, acudieron la directora general de Turismo del Gobierno de esa comunidad autónoma, así como la directora general de Cultura de la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI).
Ahora que todos nos llenamos la boca con esa frase de poner al ser humano en el centro, he conocido a quien lo sitúa
Y a partir de aquí se ha producido la sincronía, con encuentros personales, ideales e incluso literarios. Así, se me han cruzado en el viaje personas empeñadas en darle al arte el papel educacional que nunca debió perder. Ahora que todos nos llenamos la boca con esa frase -a veces hecha- de poner al ser humano en el centro, he conocido a quien lo sitúa y lo impregna de cultura viva, basándose en las raíces de la educación, no sólo como transmisora del conocimiento, sino como impulsora del desarrollo cognitivo, de valores y, por supuesto, emocional. Quienes así lo conciben saben de lo que hablan cuando se refieren al arte consciente.
En estos términos me habló Rocío Fernández de Angulo, una joven que está trabajando y estudiando esta manera de entender el arte, no sólo consciente, sino gravemente humano. Y ella me animó a descubrir la figura de Luis Camnitzer. El artista, escritor, formador uruguayo lo ha dejado por escrito: "Si no hay gente que venga a una exposición, no hay consumo y, por lo tanto, no hay educación".
Y mientras yo andaba estudiando estas nuevas fórmulas por las que la cultura y la sostenibilidad se abrazan. Ahí donde aprendemos a captar el arte como un movimiento que nos atrapa como si nos metiera engullera, en lugar de contemplarlo desde fuera, me atrevería a decir que casi como un objeto de consumo más, topé con una obra literaria, La vida pequeña: El arte de la fuga (Anagrama, 2021), de José Ángel González Sainz, que, no voy a engañar, no he tenido tiempo de leer, solo husmear.
Con sólo un acercamiento a ella me sugirió estar en esa misma órbita de un planteamiento slow de la existencia, y, por tanto, del arte, un tempo diferente. Por cierto, la vida slow no es lenta, o no sólo lenta (una reina de la rapidez como yo no podría soportarlo), sino más consciente, saboreada en profundidad, con sus luces y sus sombras. Así definiríamos ese Slow Art, ese Tiempo de Arte que será un tiempo sanador.
La vida slow no es lenta, sino más consciente, saboreada en profundidad, con luces y sus sombras
Lo que coincide nuevamente con otro libro, que no tiene nada que ver con el arte, pero sí con la cultura y con la curación. Porque está escrito por un gran intelectual francés y porque en su propósito cuenta, desde luego, la sanación, el encuentro con uno mismo, la salida del mundo inconsciente, especialmente cuando se transita entre adicciones o se convive con la enfermedad mental.
El arte podría acudir como un héroe de cómic a sacarnos de la vacuidad e introducirnos en un mundo en el que podrían desaparecer los fantasmas para alcanzar el auténtico yo. Eso pensé leyendo Yoga (Anagrama,2021) de Emmanuel Carrère. No, su protagonista, que es él mismo, no recurre al arte y sus usos y costumbres para equilibrar su ser, para poner aliento en el desaliento.
El escritor francés se ampara en prácticas de yoga y de meditación, tan ancestrales y, en cambio, tan actuales. Pero el submarinismo que practica en uno mismo, en su pisque, me han retrotraído permanentemente a la consciencia como fórmula para consumir el arte, a la tesis del movimiento slow. Y así volví a los movimientos sincronizados. Algo circulares. Como un reloj.