“La comida es la herramienta más poderosa para transformar nuestras vidas y el mundo”. Carolyn Steel (Londres, 1959) lo tiene claro: en los alimentos que tomamos y la manera en que los producimos están las respuestas para las grandes preguntas de nuestra era.
¿Cómo construir un futuro en el que encajemos todos? ¿Cómo afrontar la crisis energética? ¿Y la ecológica? ¿Podrán alimentarse todas las personas del mundo si la población sigue creciendo como hasta ahora? ¿Estaremos preparados para la próxima pandemia?
Steel suspira e insiste que la comida es la solución a todo. Y es que, como asegura en su último libro, Sitopía. Cómo pueden salvar el mundo los alimentos (Capitán Swing, 2022), vivimos en un mundo condicionado por lo que comemos.
[Como en casa no se come en ningún sitio]
Porque, se pregunta la arquitecta, “¿cuántos nos paramos a pensar en la influencia que tiene la comida en nuestra mente, valores, leyes, economías, hogares, ciudades y paisajes, e incluso en nuestra actitud hacia la vida y la muerte?”.
Su libro, que salió a la venta en inglés en marzo de 2020, a la vez que la pandemia encerró a buena parte de la humanidad en sus hogares, intenta dilucidar precisamente esto. Y es que, reconoce la autora, “el poder de la comida es una manera de entender la manera en que debemos vivir; está conectado con todas estas cosas y las conecta a la vez entre sí”.
El texto, a pesar de estar escrito antes de la pandemia, reflexiona sobre muchas de las diatribas derivadas de esta. “Las cosas de las que hablo y las que han ocurrido eran un tanto previsibles: una crisis alimentaria, una crisis energética, pandemias, la emergencia climática… Siempre hay crisis en el mundo”, sentencia.
Y explica que, por ejemplo, la guerra en Ucrania ha causado “una crisis alimentaria enorme y una crisis energética muy profunda”. Algo que, dice, “lo único que demuestra es que el sistema de combustibles fósiles está muy tocado, es muy frágil”.
Steel recuerda que ya vivimos algo similar con la crisis de 2008 cuando, paradójicamente, publicó sus Ciudades hambrientas (Capitán Swing, 2020) en inglés. “Vemos el mismo fenómeno: hay una crisis porque el sistema global es frágil”. Pero, insiste, “todos los síntomas de esa fragilidad ya estaban ahí si prestas atención; creamos un sistema que no es resiliente y está muy expuesto a las amenazas”.
La “buena vida”
Para Steel, el problema tiene una raíz clara: “No estamos viviendo buenas vidas”. La gente, dice, “no es feliz y, por tanto, acabamos con todos estos trastornos políticos, económicos y ecológicos –por vivir de manera poco sostenible–”. Por eso, admite, “necesitamos vivir de otra manera, pero también hacernos las grandes preguntas en voz alta sobre cómo nos organizamos para vivir en paz y en equilibrio con la naturaleza”.
Para ella, insiste, la manera más poderosa para hacerlo es a través de la comida.
Pregunta: Dice que no estamos viviendo buenas vidas. Pero, ¿qué es una buena vida?
Respuesta: Esa es la pregunta del millón. No hay una buena vida universal exactamente igual para todo el mundo, eso por descontado. Aristóteles ya lo reconoció cuando escribió 'La política', y es que el objetivo de la política es crear una sociedad en la que cada cual pueda prosperar en sus propios términos. Así que la buena vida de cada cual será diferente, de la misma manera que el sistema digestivo de cada uno es diferente. Sin embargo, hay cosas esenciales a todas las buenas vidas.
La pandemia, dice Steel, fue un momento catártico en este sentido, porque “nos mostró lo que de verdad es valioso, ya sea porque nos expuso a ello o porque nos lo arrebató”. La arquitecta lo ejemplifica: “Una de las principales razones por las que la gente sufrió durante el confinamiento fue por no poder ver a sus seres queridos, lo que reforzó algo que ya sabíamos y que es fundamental para la buena vida: tener un círculo de personas a las que quieres y a las que puedes ver de manera regular”.
Steel también recuerda cómo esos meses de confinamiento nos ayudaron a redescubrir que necesitamos acceso y contacto con la naturaleza. Además, recuerda, “en el sentido positivo, descubrimos el tiempo”. Porque, reconoce, “antes del confinamiento todos íbamos corriendo de un lado a otro, intentando ganar dinero para vivir esa idea de buena vida que nos dio el capitalismo, y de pronto nos encontramos en pijama trabajando desde casa y nos dimos cuenta de que esa vida era mucho mejor”.
Esas, dice, son algunas de las cosas básicas que conforman esa buena vida de la que habla. Y, reitera, la comida está en el centro. “Nos conecta con la gente que queremos y con la naturaleza, y necesitamos encontrar una manera de disfrutar de todo ello”.
Además, insiste, la pandemia hizo que “muchos redescubriésemos el valor de la comida, o bien porque en los supermercados había desabastecimiento, o bien porque de pronto tenían tiempo para volver a disfrutar de ella”.
P.: Entonces, ¿qué conforma la buena vida?
R.: La buena vida está formada por cosas muy sencillas: amor, seguridad, salud e intentar hacer cosas interesantes para ti o que merecen la pena. Ya sea cuidando de gente, haciendo manualidades, o formar parte de una sociedad que funciona bien. No tiene por qué ser algo complicado, es algo que se puede hacer, que se le puede ofrecer a la gente. Tenemos que construir un futuro bajo en carbono que nos haga feliz y que no se lleve por delante al planeta.
P.: En el libro asegura que crear lazos, vivir en comunidad es fundamental para vivir una buena vida, e insiste en que tradicionalmente los mercados han sido centro de la vida pública de los pueblos y ciudades. ¿Se ha convertido internet en nuestros nuevos mercados de abastos?
R.: Como arquitecta siempre he estado muy interesada en el significado del espacio público, qué representan los espacios fuera de nuestros hogares, ya sea la calle o los mercados. En una ciudad preindustrial allí sería el único lugar en el que poder comprar comida fresca; todo el mundo iba a ellos y era un espacio común de verdad.
Uno de los peligros que tenemos en el mundo moderno es que la gente utiliza internet para conectarse con otros, pero en realidad no es un espacio de encuentro con el común de los mortales, sino que es tú lo eliges, o peor: un algoritmo escoge por ti. En el mundo digital no ves el mundo real, sino una versión limitada de este. Eso es realmente peligroso.
P.: ¿Por qué sería peligroso?
R.: Como una persona que nació antes de que existiesen los ordenadores, he visto esta transformación en mi vida y si no encontramos una manera de proteger y mantener un espacio público real estamos perdidos. Es así de sencillo, sin ese espacio físico las políticas se vuelven locas, la gente empieza a confiar en líderes que mienten –y lo hemos visto con el auge de los populismos–, proliferan los discursos de odio…
Steel hace una analogía con una de las historias que cuenta en Sitopía: en el libro habla del salers, un queso artesanal francés que estuvo a punto de desaparecer cuando en 2004 la agencia de seguridad alimentaria francesa dijo que la manera en que se curaba era insalubre porque en las cajas donde se hacía se habían encontrado microbios. Sin embargo, eran beneficiosos y así se demostró: si soltabas un patógeno dentro se destruía en tan solo cinco minutos.
“Para mí es una metáfora maravillosa de una sociedad sana, es decir, aquella en la que todo el mundo habla, en el que todos se conocen. Ahí entra en juego la idea del mercado o la plaza del pueblo, donde todo el mundo va y acaba encontrándose”, explica la arquitecta. Porque los mercados son los lugares, insiste, donde “se crea comunidad” y “si alguien viene a dañarla se le protege”.
La británica remarca que se trata, en realidad, de “la sabiduría de la heterogeneidad, de la diversidad. Necesitamos espacios físicos de encuentro para que se desarrolle”. Para ella, repite, “la comida es un elemento esencial para que los espacios físicos de encuentro no desaparezcan”.
P.: Dice en el libro que estamos ciegos ante la realidad de nuestro sistema alimentario. ¿Por qué cree que ocurre esto? ¿Por qué ignoramos la manera en que producimos lo que comemos?
R.: La respuesta nos lleva directos a nuestro pasado. La sociedad actual es el producto de 200 años de una transición social industrial y capitalista en la que el descubrimiento de los combustibles fósiles y la invención del tren nos ha separado los unos de otros y de la naturaleza: el inicio de la era urbana. Es sorprendente que en 1800 solo el 2% de la población global viviese en ciudades que tuviesen más de 10.000 personas. Ha sido una transformación total. Cuando te mudas a una ciudad, allí es donde nacen las modas, donde se mide el pulso del poder y de la riqueza, etc.
Se ha creado una separación entre el pueblo y la ciudad, porque estas últimas tienen la tendencia a presentarse como entes autónomos, y ha habido muchas narrativas culturales denostando la vida de pueblo. Todo porque nos han inculcado esta idea de que el progreso se encuentra en las ciudades, que es donde se gana dinero, donde te labras un futuro y un nombre. Pero hemos ignorado que en esa transición hemos dejado de lado muchas cosas que son necesarias para tener una buena vida y que nos hacen felices.
P.: Son esas cosas que redescubrimos con la Covid.
R.: Con la covid descubrimos que necesitamos de la naturaleza, pero no hay mucha en las ciudades. Ahora que existe internet podemos vivir en el campo y seguir conectados con el mundo. Y ¡sorpresa!, muchísima gente se ha mudado a los pueblos. Ahora mismo estamos en una nueva transformación en la que la narrativa nos habla de un mundo limpio y pulcro en el que la tecnología es la clave y no necesitamos más que nuestro smartphone.
Pero eso no tiene nada que ver con la buena vida y no es lo que realmente queremos, porque somos animales, y los animales necesitan comer, necesitan las estaciones del año, compañía, ajetreo, pero también paz, descanso, árboles, agua, naturaleza, otros animales… Estamos llegando a un momento en el que hemos empezado a reconocer todo esto y empezamos a demandar un reequilibrio. Necesitamos a la sociedad, pero también a la naturaleza.
Alimentándonos bien
P.: ¿Cómo podemos alimentar a todo el mundo, porque a pesar de que hay comida suficiente ahora mismo, no llega a todos? ¿Cuál es la 'receta mágica'?
R.: No diría tanto que es una receta mágica; lo que necesitamos es valorar la comida. Porque no hay comida barata, eso no existe. Porque la comida es vida, y la manera en que comemos lo es todo. Y si seguimos comiendo como hemos venido haciéndolo hasta ahora destruiremos el planeta. Será game over.
Steel, dice, prefiere hablar de “cómo nos podemos alimentar a nosotros mismos” en vez de al planeta. Y lo explica: “No te puedes hacer esa pregunta sin preguntarte cómo podemos vivir una buena vida en el futuro”. Esto, asegura, “significa apostar por una economía baja en carbono y estable, es decir, tenemos que internalizar todos nuestros sistemas –ecológicos, económicos– y ponerlos en equilibrio para conseguir placer de las cosas que nos hacen felices y que no destruyan la Tierra”.
Por todo ello, la arquitecta pide un cambio radical, una transformación absoluta de la sociedad para vivir esa buena vida que “consiste en tener buenas relaciones con la gente, trabajos decentes y con propósito, lugares decentes donde vivir”: Así, insiste, “seremos más felices que si solo pensamos en irnos de viaje cada x tiempo, comprarnos un coche nuevo, tener el nuevo modelo de teléfono, etc. Todo eso son tonterías”.
Las cosas, recalca la británica, pueden cambiar, pero necesitamos un movimiento global que lo demande. “Es curioso porque los economistas de más renombre del momento, como Thomas Piketty o Joseph Stiglitz llevan timepo diciendo que necesitamos un jubileo global, es decir, que se condone la deuda en todo el planeta y que se reconozca que el motivo por el que Occidente es rico es porque ha estado explotando al Sur global durante cientos de años”.
Esencialmente, explica Steel, “necesitamos un reajuste de cuentas mundial y una reconstrucción de la comunidad global, porque la única manera en que podemos sobrevivir en el futuro es asumiendo que estamos en esto todos juntos como especie”.
Solo así, dice, alcanzaremos esa buena vida que ella defiende y que se basa en comer alimentos orgánicos, de proximidad y estacionales. “Si utilizas estas tres palabras en Reino Unido suena como si fueses un pijo de clase media”, admite. Sin embargo, su propuesta radica en que “tratemos de construir una sociedad en la que todo el mundo pueda comer bien”.
Esto es, “que tomemos alimentos que no destruyan el planeta, lo que quiere decir que, si tenemos que acabar con las macrogranjas, la agricultura extensiva y el uso de químicos –porque todo esto es muy destructivo–, será más cara, por lo que necesitamos una mayor y mejor redistribución de la riqueza para que todos podamos comer bien”.
P.: ¿Cuál es su visión, entonces?
R.: Imagínate, todos nosotros estamos sentados a la mesa, a nivel global, comiendo juntos y acompañados de nuestros compañeros no humanos. Porque todos los seres vivos se alimentan y podemos compartir la comida. Es una metáfora para la sociedad, pero también un mecanismo muy potente para imaginar la alternativa al sistema actual.
P.: ¿Estamos en esas?
R.: No es hacia donde nos lleva el paradigma heredado de la industrialización. Requiere que personas muy fuertes tomen el timón y digan "lo que vosotros nos imponéis no es una buena vida, y así es como se pueden cambiar las cosas".