Hace 13.500 millones de años, el Big Bang dio paso al origen del universo, al espacio y al tiempo. Otros tantos después se originó nuestro sistema solar y hace 4.500 millones de años se formó la Tierra. El universo está compuesto por cientos de miles de millones de galaxias que a su vez contienen cientos de miles de millones de estrellas sobre las que orbitan miles de millones de planetas, y uno de ellos es el nuestro.
Vivimos en un planeta donde tenemos lo necesario para existir cada día, un poco más cerca del sol y el agua se evaporaría, un poco más lejos y estaría congelada. Un planeta con una luna que, gracias a los efectos de la gravedad, le permite tener estaciones que son imprescindibles para el cultivo, la agricultura y la ganadería.
Gracias a los avances en astronomía y tecnología sabemos que existen cientos de miles de planetas similares a la tierra en el universo, pero la certeza de poder vivir solo la tenemos aquí y ahora.
Estamos aquí de paso. Ese es el hecho más relevante que conocemos porque, sin duda, un día abandonaremos este planeta en el que podemos vivir, amar y sentir. La vida es una chispa. No importa cuánto vivamos porque siempre será un periodo muy limitado de tiempo que, si lo comparamos con los 13.500 millones de años que nos separan del Big Bang es, sin duda, minúsculo.
Somos inquilinos temporales de un lugar llamado Tierra. Somos nómadas en un planeta que no nos pertenece y en el que estaremos un momento. Dejamos huella y nos vamos… simple pero a la vez difícil de entender. La ambición, el ego y la visión cortoplacista de una sociedad cada vez más consumista nos impide ver lo evidente.
No somos dueños de nada, y de la huella que dejemos dependerán las siguientes generaciones. Como dijo el astrónomo divulgador Carl Sagan, la tierra es un pequeño punto azul donde se producen guerras que dejan miles de muertos por ganar un minúsculo trozo de tierra durante un periodo de tiempo muy limitado.
El impacto de nuestras acciones, de nuestro comportamiento y del respeto que tengamos por la naturaleza, por los demás y por las generaciones futuras, marcarán como vivimos y qué herencia dejaremos. Cuando estamos cerca de la muerte solemos plantearnos cómo de bien o mal hicimos las cosas, si amamos lo suficiente, si respetamos a los demás o si fuimos cuidadosos con el planeta que nos recibió.
Pero ese momento ya es demasiado tarde para tratar de cambiar un pasado que marcará el futuro de nuestros hijos. Evaluemos cada día cómo lo estamos haciendo, no solo como individuos, sino como sociedad, y obremos en consecuencia para que este lugar que nos han cedido temporalmente pueda seguir acogiendo a los nuevos visitantes.
La población se ha multiplicado por tres en tan solo 50 años. En 1950, la población mundial era de 2.500 millones de habitantes, hoy somos más de 8.000 millones. Si a esto le sumamos el efecto de la globalización y los hábitos de una sociedad cada vez más consumista que se ha acostumbrado a disponer de todo en cualquier momento y en cualquier lugar hace que la huella que dejamos cada vez sea más grande y que esté más contaminada y sea menos sostenible.
Sin embargo, lejos de pensar en el futuro, cuidar los recursos que tenemos y pensar globalmente cómo gestionar el planeta, seguimos arrasando territorios como Costa de Marfil, que perdió el 90% de sus bosques en apenas una década para cultivar un cacao que poco tiene de sostenible. O aniquilando el último gran pulmón que nos queda en el Amazonas. Es un ritmo insostenible para una población que continúa creciendo y que en otros 50 años seguramente haya sobrepasado los 10.000 millones de habitantes.
Tenemos una necesidad urgente de reinventarnos, porque, de lo contrario, el ritmo al que crecemos no se sostendrá. Hemos basado la economía en el consumo y el consumo en la falta de respeto, con lo que más nos debería de importar: el medio ambiente. No lo olvidemos. La naturaleza no necesita al hombre para vivir, pero nosotros sí que la necesitamos a ella.
*** Ignacio Rabadán España es Ingeniero Informático, escritor y divulgador científico.