En uno de mis recientes paseos, la directiva cercana contra el greenwashing se convirtió en el foco de mis reflexiones. Esta preocupación no surgió de manera fortuita, sino que se gestó al observar la notoria brecha entre las expectativas del ciudadano/consumidor en la vida diaria y la perspectiva del legislador.
El legislador europeo afirma que "los consumidores desean estar mejor informados sobre los impactos ambientales de su consumo y tomar decisiones más acertadas", una premisa respaldada, sin duda, por las encuestas. Sin embargo, al mirar a mi alrededor, me enfrenté a una realidad desafiante.
Botellas de plástico abandonadas entre las plantas por adolescentes que optan por beber en la calle y evitan los contenedores. Contenedores rebosantes de diversos utensilios que deberían estar en puntos limpios específicos, pero que los ciudadanos-consumidores prefieren dejar en el suelo. En mi memoria veraniega aún visualizaba playas y campos plagados de kleenex, mascarillas (sí, aún las hay) y envases tirados.
En otro orden de comportamientos y a modo de ejemplo, me surgían preguntas como ¿qué harán los consumidores cuando se apliquen los planes de la Unión Europea en relación con la duración y posibilidad de extracción de las baterías y la extensión de las actualizaciones de software? En 2022, según una encuesta realizada por CertiDeal, empresa de reacondicionamiento de móviles, el 40% de los consumidores cambian de teléfono móvil cada dos años, un porcentaje muy similar (37,8%) al que solo lo renueva cuando se estropea o se rompe.
Del mismo modo pensaba en el desperdicio alimentario, siendo consciente de que alrededor del 42% del total se produce en los hogares; el 39% en la fase de fabricación; un 14% en la restauración y un 5% en la distribución. La interrogante surge de manera natural: ¿es este el consumidor que necesita empoderamiento o tal vez es un consumidor al que se quiere educar o limitar a través de la regulación de las empresas?
Dirijo ahora mi atención a estas, nuestras empresas, recordando que todas son organizaciones de personas, es decir, consumidores. Muchas de ellas tienen áreas de mejora, implementando planes de acción anuales con el objetivo de mejorar sus impactos. Avances continuos que, aunque cuestionados, evidencian un compromiso real. Pero, ¿nos exigimos lo mismo como consumidores? A juzgar por los impactos más evidentes y sencillos de gestionar, la respuesta de momento no es afirmativa.
Es cierto que las compañías cometen errores, comprensibles, en un proceso de mejora continuo. Sin embargo, al revisar la abrumadora legislación de sostenibilidad, parece que se parte de la premisa de la culpabilidad empresarial, asumiendo que las compañías buscan manipular, engañar u ocultar, mientras se considera al consumidor desvalido en sus decisiones. La solución propuesta son informes masivos y capas de normativas para proteger al consumidor supuestamente engañado que en muchos casos provocarán duplicidad de información.
Según un informe publicado por el Banco de España el pasado mes de diciembre, las administraciones españolas han publicado al menos 9.489 normas relacionadas con energía o medio ambiente entre 2008 y 2022. La mayoría son de alcance autonómico y son tantas que, solo en el ámbito de las energías renovables, suponen que España haya publicado entre 3,5 y 10 veces más normas que Francia en el mismo periodo.
Si pensamos en legislación europea, actualmente nos encontramos con la normativa referente a reporte aun sin trasposición en España (CSRD), o lo correspondiente a diligencia debida, o la diligencia en derechos humanos, o la futura de empoderamiento del consumidor.
Si bien las empresas deben rendir cuentas por sus acciones, la desconfianza sistemática hacia el sector empresarial plantea interrogantes sobre la eficacia de las regulaciones existentes y la necesidad de un enfoque más equilibrado. Reconocer los esfuerzos genuinos, certificaciones oficiales o no, y mantener la presunción de inocencia son esenciales.
En lugar de enfocarnos únicamente en regulaciones más rigurosas, podríamos buscar un equilibrio que fomente la colaboración entre empresas, consumidores y autoridades. La educación más básica juega un papel vital; informar a los consumidores sobre sus decisiones y su impacto en el medio ambiente es tan crucial como la desagradable pero también necesaria tarea de imponer sanciones.
En última instancia, la lucha contra el greenwashing no solo debe recaer en empresas y legislación, sino también en la conciencia y comportamiento diario de los ciudadanos. Encontrar el equilibrio adecuado entre regulación, responsabilidad empresarial y conciencia ciudadana será esencial para construir un futuro sostenible y honesto.
Mientras tanto, apuesto por apoyar y ayudar a nuestras empresas a mostrar sus esfuerzos y seguir avanzando en beneficio de todos, siempre partiendo de la necesaria y sensata presunción de inocencia y del reconocimiento del trabajo que se realiza. Porque felicitar de vez en cuando el esfuerzo que se realiza sin duda contribuye también a generar un impacto positivo.
***Nieves Álvarez es directora de Comunicación Corporativa y ESG en LLYC.