En la actualidad existe un impulso imparable en las políticas orientadas a la transición energética. Muchos factores han contribuido a ello: la llegada del pico del petróleo, que ciertos autores auguraron hace alguna década y que la Agencia Internacional de la Energía (IEA) sitúa hoy en los próximos años; los efectos del calentamiento global de origen antrópico a partir de las emisiones de gases de efecto invernadero derivadas de la quema de combustibles fósiles; los cambios en los usos del suelo; la guerra de Ucrania.
La sensación de la urgencia de dicha transición se está extendiendo entre aquellos que comprueban cómo los efectos del cambio climático de origen antropogénico —resultado de actividades humanas a diferencia de los que tienen causas naturales— podrían volverse incontrolables en poco tiempo y derivar en un cambio social no deseable a gran escala.
La energía vuelve a destacar como un factor crucial para la vida y la muerte en nuestro planeta, como tantas veces lo ha sido a lo largo de la historia del ser humano. Entender el pasado y el presente de nuestra relación con la energía para construir un futuro mejor es una de las tareas fundamentales actuales de nuestra especie.
Comprender y asimilar el papel que han jugado los distintos tipos de energía en los grandes cambios culturales, económicos y tecnológicos de la sociedad humana, desde sus albores hasta la actualidad, son aspectos clave para entender la realidad energética actual, así como los posibles escenarios del futuro inmediato.
Términos básicos como potencia, densidad energética, densidad de potencia o eficiencia —e incluido el escurridizo concepto de energía—, siguen muy alejados del conocimiento de la mayoría de la población. Mientras, otros términos de tipo económico (inflación, deflación, Euríbor, PIB) o incluso médico (triglicéridos, cardiovascular, transaminasas) están más arraigados.
Desde la prehistoria comprobamos la relevancia de la energía en nuestras vidas. La primera evolución se produjo en las fuentes de energía endosomática —generada a través de la transformación metabólica de la energía alimenticia en energía muscular necesaria para el cuerpo humano—, de los grupos de cazadores-recolectores unidos y el inicio del dominio del fuego ligado a la alimentación.
Aunque este cambio no fue el único factor explicativo del tránsito hacia la agricultura y el nacimiento de los primeros asentamientos de los cazadores-recolectores, el potencial de aumento del rendimiento energético por la productividad de la tierra sí fue determinante en el tránsito hacia una civilización agrícola.
La agricultura tradicional siguió estando basada en el trabajo humano dependiente de los ciclos naturales (energía del sol, CO₂, agua y fotosíntesis). Y estuvo apoyada por la creación de toda una serie de herramientas nacidas al calor del fuego (energía térmica a base de la energía química contenida en la madera).
Con el tiempo, llegaron innovaciones que permitieron a los primitivos agricultores intensificar la actividad: la introducción de los animales en el mundo agrícola, la diversificación de los cultivos, el riego o la fertilización artificial fueron algunas de ellas. Los éxitos fueron relativos y el uso de la energía continuó teniendo muchos límites, pero los resultados progresivos nos trajeron las primeras concentraciones de población y asistimos al nacimiento de las primeras sociedades urbanas.
El siguiente cambio apareció con la llegada de nuevas técnicas como los motores primarios. Esta tecnificación no solo permitió explotar el trabajo humano y animal, sino también ciertas fuentes de energía exosomática, como la fuerza del viento y el agua, así como el uso de combustibles básicos procedentes de la naturaleza: madera, carbón vegetal, residuos de cultivos y estiércol animal o humano.
Esto tuvo consecuencias que iban desde un mayor confort en el hogar, pasando por el aumento de la velocidad y los medios de transporte o la mejora de la metalurgia, hasta la aparición de armas más eficientes y potentes.
Pero la gran transición histórica tuvo lugar entre el siglo XIX y el siglo XX, cuando del carbón vegetal pasamos al aumento del uso del carbón mineral en sus distintas formas y, posteriormente, a los hidrocarburos y el gas, hasta la llegada de la tecnología del vapor durante la Revolución Industrial, los primeros motores de combustión interna, el inicio del sistema eléctrico y la electrificación incipiente.
Todo esto derivó en la consolidación de una civilización basada en los combustibles fósiles tras la II Guerra Mundial. Estas fuentes de energía directa, como insumos básicos de la agricultura o la industria, tienen numerosas consecuencias.
Son positivas en términos de, por ejemplo, el aumento del suministro de alimentos o de oportunidades en relación con la educación o la calidad de vida en general. Y negativas en relación con las grandes desigualdades socioeconómicas, la concentración del poder y la geopolítica de la energía, y por supuesto en relación con la contaminación y los gases de efecto invernadero.
Las nuevas transiciones energéticas que debatimos ahora las debemos analizar teniendo en cuenta la evolución de los combustibles y de los motores primarios dominantes de cada época, y partiendo de que la sustitución de los combustibles tendrá que ser parcial y se producirá gradualmente, debido a cuestiones tales como la funcionalidad, accesibilidad y coste de los combustibles o de esos propios motores primarios.
Pero no olvidemos que los flujos de energía que sostienen la vida no pueden explicar, por sí solos, ni la existencia misma de los organismos vivos ni las complejidades de su organización, por tanto, aunque la energía y sus flujos se conciben como un concepto clave en la historia humana no deja de tratarse de uno de los factores explicativos, pero no el único, ya que el factor humano (social, moral, político, ambiental, etc.) sigue siendo igualmente fundamental.
A todas estas cuestiones las llamamos “el metabolismo energético de la humanidad”. Concluimos poniendo especial atención en la relevancia que tiene el conocimiento de los diversos campos que confluyen en la construcción de la historia del uso de la energía por parte de los seres humanos.
Y todo ello sin olvidar el creciente optimismo tecnológico (concepto de seguridad energética, papel de la energía nuclear en la transición hacia las renovables, un supuesto desacoplamiento energético del PIB, etc.) que podría ser en el medio plazo la solución de nuestros actuales problemas energéticos.
Debemos ser plenamente conscientes de que esta transición se realizará a un coste mayor del actual, impuestos aparte, pero la realidad impondrá que la energía más cara será la que no se tenga.
***Santiago Rodríguez es CEO de Ingenostrum.