Dancen, dancen, malditos (la película They shoot horses, Don’t they? se tradujo como Danzad, danzad malditos), y olviden a la mujer en el centro de la diana sobre la que disparar.
Porque las mujeres no somos, o no deberíamos ser, monedas de cambio. Ningún hombre, tampoco. Ningún ser humano es cierto; solo que resulta que permanentemente se utiliza el nombre de la mujer en vano, incluso, ya ves tú, como supuesta palanca generadora de votos. ¡Venga ya, en 2023, y con tanto prejuicio como se ha ido superando año a año, acto a acto, trabajo a trabajo, ley a ley!
La igualdad no debería confundirse con el tiro con arco. Dejemos la diana en simple deidad, que no es poco. Tratemos a la igualdad como esa diosa intocable sobre la que no actuar (en contra), no vaya a ser que empecemos a incumplir no solo contra una obviedad lógica, esa de que mujeres y hombres somos iguales, sino contra los derechos humanos, de momento de la mitad de la población. Con lo que llevamos peleado y conquistado a día de hoy, sería dramático recular.
Hace unos días en el congreso Women Evolution en Madrid, tuve el honor de moderar la mesa 'ODS y visibilidad de la mujer en los medios', con Cruz Sánchez De Lara, vicepresidenta de El Español, y Clara Sainz de Baranda, directora del Instituto Estudios de Género de la Universidad Carlos III de Madrid y vicepresidenta de la Asociación de Mujeres en el Deporte. Quedó claro, meridiano, que sigue habiendo un sesgo de género con respecto a la información que se publica sobre las deportistas en los medios de comunicación.
También que la visibilización de las mujeres es fundamental para dejar patente su papel cada vez más afianzado en los lugares de toma de decisión. O que la escasa información sobre su actividad en el deporte es equiparable a lo que sucede en otros ámbitos de la comunicación. Y la responsabilidad de esta actitud en el hecho de que siga existiendo por parte de algunos hombres la supuesta luz de su preponderancia y en algunas mujeres la sombra de su debilidad, lo que en ocasiones desemboca en episodios de violencia de género (de-gé-ne-ro).
Esa desigualdad tiene patente de corso e incluso pasaporte de normalidad en algo tan extendido hoy como el porno. Tan masivo, que incluso los chavales de diez y once años lo consumen. Sí, ya sé que soy una pesada, que es un tema mío ligeramente recurrente. Escuece. Y de momento no he encontrado el bálsamo que me calme. Sí, el escándalo. Sí, la reflexión. Y sí, el aplauso, en este caso a quienes lo denuncian y ponen con su acción la llamada a estar en contra. Como mi querida amiga Mabel Lozano. Como Radio Televisión Española.
La serie PornoXplotación, realizada por ella, y emitida por RTVE Play en tres capítulos, debería ser de visionado obligatorio a partir de los 16 años. Ya lo era el libro en el que está basada, obra de la directora y el inspector de la Policía Nacional Pablo J. Conellie. Pero parece que en nuestra época la letra con imagen entra. ¡Y es tan verosímil el planteamiento! Queda claro en la serie no solo el negocio, sino lo sencillo que es caer atrapados en su consumo y en las redes de quienes lo manejan. Queda patente lo asequible, lo accesible, lo aceptada que resulta esta que se ha convertido en industria de lo que Mabel Lozano describe como picadora de carne.
No es una brutalidad de expresión. Lo que es brutal es el fenómeno. Sí, ese que siempre existió pero nunca con una difusión digital tan sobredimensionada con una infravaloración de sus consecuencias. Lo que es brutal es descubrir en menos de tres horas cómo actúan las redes captadoras. Ya no se trata de engañar a mujeres de otras latitudes mayoritariamente, como ocurre en el caso de la trata con fines de explotación sexual. Aquí las nuestras también existen. Las desfavorecidas, claro. Como siempre.
Es abrumador comprobar la adicción de quienes consumen estas imágenes, en general vejatorias. También la normalidad con la que ese personal consumidor admite la demostración de poder ejercido básicamente con violencia. ¿Resultaría tan difícil imaginar que un adicto reprodujera determinadas actitudes en su vida cotidiana?
Es de agradecer la doble visión que Mabel Lozano ofrece sobre la industria: la de quienes mueven sus hilos y la de quienes son cosidos con ellos, nacidas (y nacidos, pero en menor proporción) como prendas desechables, como un pañuelo de papel que acaba rápido en la papelera y es inmediatamente repuesto. Porque el porno necesita siempre y permanentemente carne nueva y fresca que servir a su fiel y exigente clientela que se cansa pronto de los trastos viejos. Lo más cercano en modo de uso y abuso a la prostitución, por si queda alguna duda.
Es magnífica la realización, esa que engancha como al parecer lo hace el porno. Incluso a quienes hemos leído el libro que está en su base nos impacta. También lo hace su magnífica puesta en escena teatral que rompe la cuarta pared. Escalofría la necesidad de usar actrices en sustitución de las auténtica protagonistas por el temor de estas a posibles represalias. Y fascina desde luego la manera en que Mabel Lozano ha conseguido eso que tanto le obsesionaba a la hora de ponerse tras la cámara: no hacer pornografía del porno. Misión cumplida.