El pasado martes, 11 de abril, se inauguraron los actos de celebración del bicentenario del Ateneo de Madrid. No podía ser más majestuoso el evento, teniendo en cuenta que lo presidían Sus Majestades los Reyes Don Felipe y Doña Letizia. Antes del discurso del rey, el actor Miguel Rellán que presentó el acto junto a su nieta Leire, introdujo al filósofo Emilio Lledó.
Ateneísta desde mediados del siglo pasado —en la actualidad tiene 95 años—, Lledó nos dejó literalmente emocionados, gracias a uno de esos speech que te inducen a la reflexión continua y durante días. Una disertación clara y clarividente, por cierto sin un papel por medio.
Recordó una de sus teorías más valiosas, el ''bienser'', que da título incluso a una antología, En torno al bienser (Junta de Andaluciía, 2022). Lo rememoró mezclado con sus vivencias juveniles y actuales. Y no lo hizo exactamente como antítesis del bienestar, sino como necesidad ulterior del ser.
Soy yo quien juega con el verbo ser o estar, que nunca me ha gustado compartir. Y soy yo quien juega tomando un partido por el primero en cualquier estadio o situación. Más allá del requerimiento del bienestar buscado a veces incluso para ser, desde luego, más libres, más felices, más comprensivos, compasivos.
El 'bienser' es un generador de vida, de la buena, que aplico no solo a la persona, sino también al planeta. Y me empeño especialmente en ello, pensando en el Día Internacional de la Tierra, que se celebra el 22 de este mes, por cierto, veinticuatro horas antes del Día del Libro, sin el que no entendería así en genérico ni el 'bienser' ni el bienestar. Y, sí, la Tierra también requiere el 'bienser', bajo cuyo impacto será posible que viva mejor para que también podamos hacerlo los terrícolas y otros seres vivos.
Hay cada vez más recursos destinados al gran cambio que pide a gritos ese 'bienser'. Cada vez más trabajo y finanzas enfocados a paliar el daño que ya se ha infligido para intentar no ya poner la tirita, sino en lo sucesivo no generar la herida. Especialmente ambos admirables en diferentes campos, destinados a metamorfosis económica, pasando de la linealidad a la circularidad.
Hay uno que observo de cerca y valoro en particular: el referente a los materiales. Trascendental, porque en la creación de la vida de los objetos, la materia prima y el diseño actúan como fecundación. Así, con productos básicos fruto de la circularidad o claramente destinados a la misma, es posible hacer frente a la finitud de los bienes, esa caja de Pandora que por fin hemos destapado los humanos a escala internacional, a cualquier nivel social.
Y no sé si es un clamor o que yo presto mayor atención, el caso es que no paro de descubrir cómo se generan nuevas materias donde antes no existían. O, si no, cómo se perfeccionan para adaptarse al modelo circular, siempre con la innovación como vertebradora sin la que sería imposible seguir esa estela. Y ocurre con los materiales más nobles, pero también con los más simples y humildes. Se aplica a los objetos más cotidianos, para marcas comerciales comunes, para otras de lujo que han entrado de lleno en esta corriente que puede arrastrarnos con el destino hacia el 'bienser'.
Así, por ejemplo, leí recientemente que una marca de joyería de lujo, como es la suiza Chopard había conseguido un nuevo acero para sus relojes, con un 80 por ciento de este material reciclado. Su pretensión es llegar a 2025 con el 90 por ciento, la cantidad que asegura la misma calidad y durabilidad que hasta ahora han mantenido. Es una acción, por cierto, que se une a su uso de un cien por cien de oro ético en todos sus relojes y joyas desde 2018.
Hablaba de objetos cotidianos. Vayamos a las gafas. Y encontré la marca Parafina, que elude el plástico para sus monturas, que es el más común de los componentes usados en este accesorio. Desde el bambú hasta el PET reciclado, pasando por la goma proveniente del desecho de los neumáticos, todo en ellas es posible. Y desde luego, como en el caso anterior, es la constatación de que si unos pueden todos deberían poder.
La investigación es el 'quid' de la cuestión, esa que permite la evolución, esa requerida por la innovación. Y fue muy alentador una visita que realicé recientemente al Basque Design Center, en la localidad vizcaína de Gueñes, donde si algo hay es efectivamente esa investigación para la creación de los nuevos materiales.
Disfruté viendo cómo evolucionaba la kombucha, que hasta entonces para mí era solo una bebida y francamente no muy común, que toma un aspecto dúctil y maleable, adaptable a multitud de objetos cotidianos… Comprobar su crecimiento como si de un hongo se tratara me produjo no solo interés, sino admiración.
Lo llamaban cuero vegano. He de reconocer que la denominación sigue produciendo en mí una cierta incomodidad, porque no encuentro la necesidad de llamar cuero a aquello que no lo es. Pero la realidad es que a su apariencia le conviene. Había más noticia que esa, teniendo en cuenta que también están generando bioplásticos con algas y materiales no tóxicos donde el objetivo, además es el cero desecho. O que trabajan en la creación de tintes a base de bacterias, o cuero del kaki, o tejidos realizados con raíces. Y aún hay más porque se trata de uno de los pocos lugares del mundo donde es posible realizar un posgrado en biodiseño.
Pensando en 'bienser'.