A veces, a pesar de los desacuerdos políticos mundiales, la disparidad de intereses entre la protección y la conservación marina o la explotación económica de sus recursos naturales como la pesca o la explotación petrolífera, –solo a veces– tenemos hitos únicos de la diplomacia internacional.
Son hitos porque el medio ambiente se beneficia por encima de los beneficios económicos de unos pocos países y existe acuerdo político para primar la conservación frente a la explotación. Y hoy celebramos 30 años de la entrada en vigor del Protocolo al Tratado Antártico sobre Protección del Medio Ambiente, firmado en Madrid en 1991.
Desde mediados del siglo pasado, con la mejora de la tecnología, el continente antártico era cada vez más accesible y suponía, sin duda, una nueva oportunidad. La investigación científica en la Antártida fue un foco importante y el continente se convirtió en el centro de un esfuerzo científico global.
En 1957, el Año Geofísico Internacional fue un éxito tremendo. No solo produjo resultados científicos muy importantes, sino que demostró que las naciones podían cooperar y trabajar juntas de manera pacífica en la Antártida.
Los doce Estados involucrados durante este año internacional fueron Argentina, Australia, Bélgica, Chile, Francia, Japón, Nueva Zelanda, Noruega, Sudáfrica, Reino Unido, Estados Unidos y la –por aquel entonces– URSS.
Poco después, Estados Unidos propuso que todas debían reunirse para discutir cómo podría continuar la cooperación internacional y la libertad científica en la Antártida. Tras un año de discusiones cerradas, las doce naciones firmaron el Tratado Antártico el 1 de diciembre de 1959, que entró en vigor el 23 de junio de 1961.
Debido a la naturaleza especial de este tratado, ninguna nación gobierna la Antártida. En cambio, los países firmantes trabajan juntos para discutir los asuntos del continente en cooperación amistosa.
Pasaron los años y no se avanzaba en otorgar una consistencia específica y reglada a la protección de sus recursos naturales de forma efectiva, más allá de la cooperación internacional.
La Antártida se debe preservar como un bien común que no pertenece a nadie
A principios de la década de 1980, la explotación comercial, especialmente la minería, amenazaba este delicado ecosistema. Para insistir en la necesidad de la protección ambiental dentro del tratado, Greenpeace estableció un campamento base permanente en la Antártida. Con él, se ganaba presencia en la mesa de negociaciones de las naciones del tratado Antártico.
El objetivo era hacer que los líderes mundiales creyeran en el sueño de tener la Antártida protegida como un parque mundial. Y para ello, necesitábamos estar ahí.
Sólo el campamento base nos permitiría desafiar los reclamos territoriales de algunos países con el argumento de que la Antártida debía preservarse como un bien común mundial que no pertenece a nadie.
En 1987, Greenpeace zarpó al extremo sur del planeta. Después de muchos años de campaña, pasamos de ser objeto de risa a un actor respetado en las negociaciones para el futuro del continente.
Y gradualmente más y más naciones se adhirieron a la prohibición de la minería y la perforación de combustibles fósiles. Estuvimos en la Antártida desde 1987 hasta 1991.
Y fue el 4 de octubre de 1991 cuando se firmó este visionario acuerdo que hoy celebramos, el Protocolo de Madrid que prohibía toda explotación minera y petrolífera en el continente helado. Con dos lecciones importantes: respetar los límites planetarios y aprender a vivir dentro de ellos, en lugar de correr hacia los confines del mundo para explotarlos, y que todo es posible cuando trabajamos juntos.
Ver los océanos como un negocio los ha llevado al borde del colapso
En 2021, mucho tiempo después, la Comisión del Océano Antártico está formada por 25 Gobiernos y la Unión Europea. Su objetivo es proteger la vida marina antártica, pero no todo está funcionando a la misma velocidad que avanza la crisis ambiental.
Pues a pesar del compromiso de crear una red de santuarios oceánicos antárticos, parte de los países que toman las decisiones han permitido que la explotación impulse su agenda durante demasiado tiempo. La protección de los mares de la Antártida y su océano ha quedado atrás.
Hay que avanzar en la protección marina, no solo en la terrestre. En la actualidad, el 70% de nuestro planeta son aguas internacionales, que no pertenecen a ningún Estado. Y, sin embargo, menos del 3% están protegidas.
Los líderes de hoy tienen la oportunidad de moldear el destino de los océanos en todo el planeta mediante la creación de un Tratado Oceánico Global sólido en el marco de Naciones Unidas el próximo año. Esto beneficiaría a las generaciones venideras.
Los océanos de todo el mundo nos pertenecen a todos y todas. Debemos asegurarnos de que puedan seguir proveyendo alimentos, oxígeno y brindando avances científicos.
Necesitamos cambiar la forma en que cuidamos nuestros mares y océanos, pues seguir viéndolos como un negocio los ha llevado al borde del colapso.
El 70% de las aguas son internacionales, pero solo el 3% están protegidas
Un Tratado Global de los Océanos intenta poner la justicia y la protección en el centro con respecto a la forma con la que gestionamos nuestros mares. Y podría establecer los instrumentos de gobernanza necesarios para proteger la alta mar o aguas internacionales hasta un 30% para 2030.
Y será en 2022, tras la pausa de la pandemia también global, cuando se negociará en la ONU la posibilidad de abrir la puerta a una red de santuarios oceánicos totalmente protegidos en áreas más allá de las fronteras nacionales.
Este nuevo tratado podría mejorar la capacidad de los océanos para responder a los peores impactos del cambio climático y detener la pérdida de biodiversidad.
Es el momento de dejar de mirar al pasado, aprender del Tratado Antártico y recoger ese hito de la diplomacia internacional para salvar nuestros océanos.
*** Pilar Marcos es la responsable de Océanos en Greenpeace.