Cuando llego a Lesbos en mayo de 2023, Moria es solo un recuerdo, un amargo recuerdo. Moria es el peor campo de refugiados de Europa. Tiene capacidad para 3.600 personas, pero cuando fue incendiado en 2020, vivían allí aproximadamente 23.000 refugiados sin acceso a agua potable limpia o a servicios sanitarios básicos.
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Visité Moria en 2016 para ver con mis propios ojos las condiciones de vida de los refugiados. El campamento estaba rodeado de vallas de alambre de espino. Los guardias no me dejaron pasar, así que caminé hasta donde unos voluntarios de una organización holandesa entregaban plátanos y sándwiches a los refugiados a través de la alambrada.
Me sentí incómoda —incluso triste— al ver a personas necesitadas de la caridad de otras. Un hombre africano se dio cuenta y agitó su sándwich sonriendo para animarme. Algunos hombres que estaban a su lado me preguntaron de dónde era. La repuesta provocó que el africano desapareciera y regresara de nuevo acompañado de un joven afgano.
El afgano preguntó en farsi si quería entrar al campamento. Entonces señaló un lugar donde habían hecho un agujero en la valla de espino. Me abrí paso por el mismo y llegué al otro lado para ver el infierno en la Tierra.
Por todas partes había miles de tiendas hechas con lo que encontraban, como tela, plástico y mantas. En el interior la gente estaba sentada o tumbada en el suelo. Algunos parecían estar completamente idos. Otros me miraban con curiosidad y algunos con desconfianza.
El afgano me miró con preocupación, me dijo que era peligroso para mí quedarme allí, los guardias podían arrestarme si me veían. Él mismo sería arrestado por haberme llevado dentro del campamento. Comprendí la gravedad de lo que me decía y me apresuré a salir.
Una joven madre afgana con su bebé en brazos se dirigía hacia su tienda. Me advirtió de que podía meterme en problemas. Ella misma se sentía insegura entre todos aquellos hombres extraños. Intentaba beber menos para evitar salir a orinar, incluso si la acompañaba su marido.
Después de Moria
Actualmente, los refugiados están ubicados en un nuevo campamento supermoderno, uno de los cinco centros cerrados de acceso controlado que han sido construidos en cinco islas griegas: Lesbos, Samos, Chios, Tos y Leros. Todos ellos financiados en su totalidad por la Unión Europea con un coste total de 280 millones de euros, según la comisaria de la UE sueca Ylva Johansson.
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Camino alrededor del campamento, pero no puedo encontrar un agujero en la alambrada esta vez. Me detengo fuera y espero a los refugiados, que han formado dentro una larga cola para que los guardias verifiquen sus identificaciones y huellas digitales antes de permitirles salir unas pocas horas al día. Me pregunto si los refugiados se sienten a salvo y felices ahora que han dejado atrás el peligroso viaje en patera y vienen a la seguridad de Europa.
Ellos contestan que comen diariamente, tienen un techo sobre sus cabezas y viven en contenedores con aire acondicionado. Pero al mismo tiempo sufren una espera llena de incertidumbre, los niños tienen pesadillas y por la mañana piden a sus padres que nunca los lleven de nuevo al mar.
Hay hombres que se pasan todo el día en la cama, arriesgándose a perder el permiso para salir del campamento y que las raciones de comida desaparezcan si su solicitud de asilo es rechazada. Eso les obligaría a regresar a sus países de origen donde les esperan dictaduras, guerras civiles o pobreza.
Nos dicen que su único consuelo son los voluntarios de las organizaciones de ayuda humanitaria, locales o internacionales, que se preocupan por ellos, les consideran seres humanos, les proporcionan asesoramiento legal, además de amistad, compañía y afecto.
Además, les hacen olvidar sus preocupaciones durante unas horas cuando salen del campamento. “Si ellos no existieran, podríamos llamar a este campamento Guantánamo de Europa”, dice un refugiado nigeriano.
Y yo me pregunto si los ciudadanos de los países de la UE son conscientes de que se han construido prisiones modernas para retener a los refugiados que esperan ser deportados en su nombre. Y si es así, ¿por qué no se molestan en cuestionarlo y protestan contra los políticos al mando?”
*** Azar Mahloujian es una escritora sueco-iraní. Los traductores del texto son Nicasio Sirvent y Magdalena Valero.