Poblaciones donde el agua corriente está envenenada, barrios donde los problemas mentales se disparan porque sus residentes viven rodeados por el ruido y la contaminación de las fábricas, áreas próximas a vertederos donde las personas enferman por los gases tóxicos. Todos estos fenómenos tienen una raíz común: el racismo ambiental.
Esta forma de segregación se basa en la discriminación racial o por cuestiones socioeconómicas en la aplicación de políticas y leyes ambientales. Las consecuencias de estas decisiones las padecen enormes bolsas de población de países pobres —y zonas económicamente deprimidas en los ricos— en forma de daño al entorno natural y a la salud de las personas.
El racismo ambiental se da de muchas formas, desde lugares de trabajo que no cumplen con las regulaciones sanitarias para el bienestar de los empleados hasta la designación del espacio donde se va a construir, por ejemplo, una central térmica, o un cementerio nuclear. También se da cuando el saneamiento de un municipio no llega a todo el mundo, o que haya edificaciones cuyas paredes contengan amianto.
De hecho, el color de la piel suele ser un indicador más fiable de la proximidad a la contaminación que el nivel de ingresos. Por ejemplo, tal y como refleja un estudio de la Agencia de Protección Ambiental de EEUU realizado en 2018, los negros tienen de media un 54% más de problemas de salud en comparación con el resto de la población debido a que muchos viven cerca de instalaciones que emiten partículas contaminantes como el hollín, en barrios marginales donde la vivienda es más barata.
Agua envenenada y residuos nucleares
Precisamente en el país americano tuvo lugar hace unos años uno de los casos de racismo ambiental más mediáticos. En la ciudad de Flint, Michigan, más de la mitad de los ciudadanos son negros. En 2014, la administración intentó ahorrar dinero en la gestión de agua cambiando la fuente de suministro sin aplicarle un tratamiento adecuado.
El resultado fue que unas 100.000 personas —entre ellas más de 5.000 niños y niñas— enfermaron debido a los altísimos niveles de plomo que estaban ingiriendo sin que nadie los advirtiese. Doce ciudadanos murieron por legionela, y en los análisis se encontraron otras bacterias como E. coli. Meses antes, muchos residentes habían empezado a protestar por el color y el olor del agua que salía de sus grifos, y a denunciar síntomas como la caída del pelo y erupciones en la piel.
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No obstante, la justicia local desestimaba las quejas una y otra vez, hasta que el caso fue elevado a la Comisión de Derechos Civiles de Michigan, que resolvió que estas personas habían padecido un “racismo sistémico” por parte de los poderes públicos, que habían tardado demasiado en reaccionar ante la emergencia sanitaria.
Además de los negros, en Estados Unidos hay otra minoría especialmente castigada por las consecuencias del racismo medioambiental: los nativos americanos. En territorios que aún mantienen poblaciones importantes se concentran recintos de desechos nucleares y otros residuos peligrosos. Las empresas se aprovechan del dictado de leyes que, en muchos casos, provienen del siglo XIX y que perjudican a los jurídicamente más débiles, las tribus.
Por ejemplo, la extracción de uranio en el territorio navajo de Nuevo México han provocado numerosos problemas de salud. Hace unos años, un estudio del Servicio de Salud Pública de EEUU realizó pruebas a 4.000 navajo de zonas próximas a minas y cementerios de uranio, y se reveló que una gran cantidad de ellos padecían cánceres de pulmón y enfermedades derivadas de la exposición a la toxicidad del mineral.
Un mar de basura electrónica
El racismo ambiental es un problema planetario que la globalización ha agravado a gran velocidad, y uno de sus síntomas más visibles es la enorme cantidad de desechos electrónicos que cada año viaja desde el hemisferio norte a los países del sur para acabar en gigantescos vertederos que contaminan miles de hectáreas de suelo.
En los países menos prósperos económicamente las leyes ambientales son mucho más flexibles, y el rico Norte global aprovecha esta circunstancia para enviar allí lo que no quiere. Según un informe de Naciones Unidas, cada año se generan casi 50 millones de tonelada de basura electrónica, y en torno al 80% se exporta a Asia.
Los residuos de un centro de desechos electrónicos en la ciudad china de Guiyu contaminan con cadmio, cobre y plomo el suministro de agua de la ciudad. Un informe de Greenpeace concluyó que las muestras de agua analizadas contenían niveles de metales pesados casi 200 veces superiores a los límites recomendados por la Organización Mundial de la Salud.
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Sin ir más lejos, la pandemia de coronavirus ha puesto de manifiesto otra faceta del racismo medioambiental en la enorme brecha entre países con recursos y con falta de ellos. Un estudio llevado a cabo por el Sistema Público de Salud de Inglaterra demostró que las personas no blancas tenían más probabilidades de morir a causa del virus debido a que estaban menos protegidas frente a él.
Los protocolos de prevención de los países ricos fueron mucho más exhaustivos que los de las naciones menos favorecidas, y todavía existen países en África y el Sudeste asiático donde millones de personas aún no han sido vacunadas.