La zona desmilitarizada de Corea ocupa 250 kilómetros de longitud y cuatro de ancho. Un espacio presidido, desde 1953, por la atención militar de un eterno conflicto. Una tierra de nadie bajo la que descansan trampas para tanques y minas que explotan en el silencio de la noche, cuando los animales que han encontrado refugio en estos paisajes abandonados, alejados de la influencia humana, atraviesan una franja reconvertida en oasis de naturaleza.
El primer enfrentamiento abierto que tuteló la Guerra Fría se tradujo en una de las masacres más sanguinarias de la historia. La línea de control civil pervive aún hoy día, tras un muro impenetrable y alambradas que protegen una zona prohibida.
Al menos, para los humanos, porque, mientras los prismáticos de una y otra Corea cruzan miradas, la biodiversidad ha aprovechado para encontrar sus islas de vida. Tanto que la zona desmilitarizada esconde la mayor población de grullas de coronilla roja en peligro de extinción del mundo.
También se han avistado especies como leopardos de Amur y tigres siberianos, ambos felinos muy amenazados. Por no hablar de los bosques, humedales y arrozales que quedaron abandonados en la frontera intercoreana y que han revivido con fuerza tras el desastre de la guerra.
Esta explosión de biodiversidad no ha pasado desapercibida. Llega hasta tal punto que, Corea del Sur planteó en 2014 que podría ser no solo una reserva natural, sino un símbolo de paz entre ambos países. Cinco años más tarde, y ante la negativa a participar de Corea del Norte, la UNESCO reconoció como reserva de la biosfera únicamente la zona sur.
Esta es una de las muchas historias que esconde Islas del abandono (Capitán Swing, 2021), de Cal Flyn, periodista de investigación y escritora. La escocesa ha recorrido una decena de lugares donde, aún hoy, la naturaleza florece en nuestra ausencia. Enclaves llenos de historias, de acontecimientos que preferiríamos borrar del mapa, pero con una capacidad de regeneración que todavía asombra a la comunidad científica.
Ocurrió también con la frontera interalemana cuando el telón de acero. Como recoge el libro de Flyn, la extrema vigilancia que se extendía desde el mar Báltico hasta la frontera de Checoslovaquia convirtió esta franja de la muerte, siempre iluminada, en una reserva de naturaleza.
Este corredor de vida silvestre acogió multitud de especies de aves que anidaban en las torres de control. Bosques que, con el paso del tiempo, crecían a su libre albedrío a lo largo de los 45 años de abandono. Según indica la autora, la frontera llegó a estar colonizada por más de mil especies incluidas en la lista roja de Alemania por estar muy amenazadas.
Este laboratorio de biodiversidad, como ha ocurrido con la zona desmilitarizada de Corea, tampoco pasó de puntillas. Es más, ha llegado a inspirar lo que se conoce como Cinturón Verde de Europa, todo un movimiento para la conservación de la naturaleza y el desarrollo sostenible en lo que fue el antiguo telón de acero, con al menos 40 reservas consecutivas en 24 países.
“Desde el denso bosque boreal en la frontera entre Finlandia y Rusia, pasando por las dunas de arena, los acantilados y las lagunas costeras del mar Báltico hasta un cinturón de tierras altas montañosas en los Balcanes, donde deambulan linces y las águilas imperiales despliegan sus alas en lo alto”, describe Flyn.
Son lecciones de vida que resucitan entre catástrofes, tras la resaca de guerras o el paisaje de desolación tras la decadencia económica. Para Flyn, estos escenarios nos cuentan historias de redención, de cómo la naturaleza puede encontrar un punto de apoyo y colonizar hormigón y escombros.
Confiesa a EL ESPAÑOL que cuando llegaba a cada uno de estos enclaves olvidados, su forma de verlos y de interpretarlos variaba según su estado de ánimo. De la tristeza pasaba a la esperanza, asegura, y fue entonces cuando supo cómo contar su historia, “con una narrativa que reflejara la luz y la oscuridad”.
“Admito que visitar una mina abandonada, un montón de residuos, una cantera, un aparcamiento o una terminal petrolífera y apreciar la maravilla natural en la que se ha convertido es una tarea difícil”, reconoce Flyn. “Pero, en esta época ecológicamente precaria es un gusto adquirido que vale la pena cultivar”.
La escritora resalta en su libro la necesidad de ir un paso más allá del concepto de belleza. De capacitar a nuestros sentidos para apreciar estos lugares como algo único. Incluidos los metales oxidados, el crecimiento salvaje de la naturaleza, los esqueletos de lo que un día fueron refugios ante bombardeos.
Un experimento y 'tierras baldías'
“En los túneles se está fresco, pero no hace frío, como fuera. Y está oscuro, muy oscuro”. Así comienza Flyn el primer capítulo de su libro que centra en la historia de las islas Forth, en Escocia, otra tierra de nadie con varios pasados muy distintos. Sobre todo una de ellas conocida como Inchkeith, en el estuario del río Forth y a seis kilómetros de Edimburgo.
Como describe la autora, este lugar no fue solo una escuela de profetas, sino una zona de cuarentena para los enfermos de sífilis. También se reconvirtió en un hospital “para apestados” e incluso en una prisión. Pero lo más curioso de todo es que esta isla escocesa sirvió, según recoge Flyn, como lugar en el que desarrollar un experimento de privación del lenguaje.
Se llegó a trasladar a aquella isla deshabitada a dos recién nacidos que serían cuidados por una nodriza con sordera. De esta forma, el rey James IV, obsesionado con la alquimia y con la ciencia renacentista, esperaba que crecieran privados de la influencia corrupta de la sociedad “hablando el prelapsario lenguaje de Dios”, explica el libro.
Más tarde se catalogó a esta crueldad como el experimento prohibido, por el aislamiento y el daño irreversible que le confirieron a los niños. No obstante, apenas hay documentos que describan este experimento, por lo que cabe la posibilidad de que esta isla olvidada pueda ser objeto de ciertas leyendas.
Como comenta Flyn, la experiencia de estar completamente sola en una pequeña isla y de sentirse a merced de otros animales y pájaros que no querían que estuviera allí “tiñó toda esta experiencia de miedo”, comenta, “pero fue una experiencia muy importante para mí. Fue aterrador pero estimulante”.
Como también visitar la zona de exclusión de Chernóbil. La autora lo describe como “el medio ambiente más radiactivo de la Tierra”, una zona muerta que no hace honor a su nombre. A pesar de la enorme catástrofe tras el accidente nuclear, que liberó entre 50 y 200 millones de curios a la atmósfera, apenas queda un 10% de radiación en gran parte de su superficie.
Entonces, los habitantes de Chernóbil fueron reubicados a las afueras de Kiev. Sin embargo, personas con las que habla la autora como Ivan Ivanovitch, guarda de la ciudad, decidieron volver en 1987. Y allí continúa a pesar de los peligros.
La recuperación medioambiental de la zona es apabullante. Algo que también contó el investigador Germán Orizaola, del Instituto Mixto de Investigación en Biodiversidad de la Universidad de Oviedo, en una entrevista con este periódico. Como Flyn, el experto describía con todo detalle la explosión de biodiversidad en este enclave.
De hecho, en un estudio publicado recientemente en Evolutionary Applications, describe cómo especies como las ranas han ido adaptándose al entorno, volviéndose cada vez más oscuras para protegerse de la radiación de Chernóbil. Un ejemplo más de cómo tras el desastre, la naturaleza cambia y se adapta para seguir prosperando. Se busca su sitio.
¿Habrá más tierras abandonadas?
Y no solo ocurre en zonas de catástrofes o de guerras. Sucede en tierras baldías, tierras abandonadas y dejadas a su suerte. Flyn pone el ejemplo de la peste negra en Asia Central, y de cómo hace siglos el puerto de Caffa, en Crimea, se vio asediado por hordas de mongoles afectados por la enfermedad.
“Frente a la derrota, el ejército mongol tramó una horrible venganza: ‘Ordenaron colocar los cadáveres en catapultas [...] Lanzaban lo que parecían montañas de muertos sobre la ciudad, sin que los cristianos pudieran esconderse, huir ni escapar de ellos’. La peste había traspasado las murallas y la ciudad pronto quedó sumida en el caos”, relata Flyn.
Más tarde los buques de la muerte llevaron esta plaga a todos los rincones conocidos. Se abandonaron una cuarta parte de los asentamientos y muchos cultivos se pudrieron en los campos. De acuerdo con el libro, esta escena desoladora perduró décadas, hasta que, de nuevo, la naturaleza reclamó estos enclaves olvidados.
En uno de los capítulos, la autora escocesa rescata el ejemplo de España para hablar del abandono rural, donde cuenta que existen en torno a 3.000 pueblos fantasma y donde la superficie forestal ha crecido el triple desde 1900. Según Flyn, el abandono de los terrenos agrícolas ha sido un factor importante en el retorno –sin intervención humana– de especies como los linces o los lobos
La autora cree que seguiremos viendo pequeñas islas abandonadas en un futuro, aunque reconoce que es difícil anticipar de qué manera. “Así como en el siglo XX vimos el efecto de una industria dañina, ahora vemos lugares muy contaminados por los químicos que se crearon entonces o el exceso de urbanización”, asegura.
Con el cambio climático, cuenta que habrá zonas que no serán tan fértiles, por lo que acabarán abandonándose. “Podemos estar emocionados por la posibilidad medioambiental, pero también sentirnos afligidos por lo que se pierde, por el abandono”, cuenta Flyn. Al final, las luces y las sombras seguirán protagonizando los lugares olvidados del planeta.