Tolerancia con los intolerantes secesionistas
La corrección política ha elevado la tolerancia a valor moral. La tolerancia, que era una mera necesidad impuesta por la convivencia en sociedad, se ha convertido en valor supremo. Resulta sin embargo que la existencia misma de la sociedad y del Estado, de la familia y de la libertad, queda en entredicho por esta moda intelectual. En efecto, en las últimas décadas hemos aprendido no ya a ser tolerantes con lo diferente, o con lo molesto, o hasta con lo inconveniente: las últimas generaciones de españoles se han educado para ser tolerantes con lo radicalmente ajeno, con lo mortalmente peligroso, con … lo intolerable. Buena es y será una sana tolerancia en lo político, en lo opinable, en lo evanescente y pasajero; es positiva la tolerancia en todo lo intrascendente, como puede ser el fútbol, la gastronomía o la vida privada, y en lo discutible, como puede ser el sistema fiscal o la división entre izquierdas y derechas. Pero la tolerancia bien entendida no debe ir más allá.
Sin embargo, en nombre de la tolerancia se está sugiriendo, incluso en los últimos meses, el diálogo y el respeto frente a los golpistas separatistas; algunas fuerzas están identificando con esa “tolerancia” el ser o no ser demócratas. Y la verdad es que la única opción correcta en ese caso es la intolerancia. Con los enemigos de la Nación, con quienes niegan al Estado el derecho a existir y, en caso de terrorismo secesionista (ETA), a sus representantes el derecho a vivir, con quienes silencian la verdad en las plazas y las escuelas, con quienes embriagan de mentiras a los jóvenes y de promesas falaces a los mayores, con los que escupen a nuestra Constitución y desprecian la Soberanía Nacional, no hay tolerancia posible. Con los que hacen homenajes a asesinos, y con los terroristas de la algarada callejera, y con sus párrocos del PdCat o PNV, y con sus financiadores ocultos en las brumas empresariales, y con sus cómplices más o menos evidentes e interesados en el resto de España, la tolerancia es suicida y antidemocrática.
España, como realidad milenaria y viva, ha sido siempre abierta y tolerante cuando su continuidad y su identidad no estaban en peligro. Un individuo aislado puede llegar a la santidad y aceptar con alegría y el martirio, asistir al escarnio y a la mentira con una sonrisa en los labios; pero una sociedad no puede suicidarse así. Es hora de hablar con claridad: hay que ser intolerantes con la mentira, con el delito y con el maquiavelismo de sacristía, porque de esa tríada nefanda se deriva un peligro mortal para cada uno de los españoles. Seamos tolerantes con quienes discrepen de nosotros, pero dejemos la tolerancia a un lado si lo que se discute es quiénes somos y dónde hemos de ir.