El Aquarius
Todos miraban hacia otro lado y Pedro Sánchez apostó por la solidaridad lo cual, se mire por donde se mire, es una magnífica noticia. Que 650 personas hacinadas en un barco, en condiciones penosas, sin apenas comida, hayan puesto de nuevo a la vieja Europa ante el espejo de sus propias contradicciones requiere medidas urgentes para abordar un tema: la cuestión migratoria, sin duda compleja, pero que tiene que ver con la dignidad de las personas y eso no podemos perderlo de vista. Después de que Italia y Malta se lavaran las manos, la respuesta de España más allá de que ahora todos quieren colgarse "la medalla" ha sido generosa y valiente.
Entre las personas que viajan a bordo del Aquarius hay 123 niños, 11 bebés y cuatro embarazadas, y a demás de ellos todos necesitan atención tras haber sobrevivido al paso por Libia y el viaje en embarcaciones precarias por el Mediterráneo. Ahora serán trasladadas en varios barcos a Valencia y una vez allí se distribuirán a lo largo de todo el territorio nacional. "Tenemos asumido todos los estados que hemos suscrito tratados internacionales que no es una cuestión de buenismo o generosidad, sino de responsabilidad internacional", dijo la ministra de Justicia, Dolores Delgado, nada más saberse la decisión, de gran calado político del presidente del Gobierno.
Rápidamente han surgido voces críticas previniendo del famoso “efecto llamada” y es un hecho cierto que la solución a la crisis migratoria tiene que venir de todos los Estados, "de los que son frontera y de los que no", en palabras de la ministra, pero mientras se aborda el tema hay seres humanos a la deriva y eso necesita soluciones inmediatas no reuniones de salón. “La situación de los 629 inmigrantes continúa siendo crítica", según los responsables de la ONG, quienes advierten de que la falta de alimentos es uno de los problemas con los que se encuentran, a pesar del suministro de víveres que han recibido en las últimas horas. Médicos Sin Fronteras pide "poner la seguridad de las personas por encima de las políticas" y recuerda que este plan significará que personas rescatadas "que ya están exhaustas", pasen cuatro días más de viaje marítimo", recogían ayer los periódicos.
Europa es un club curioso que suele reaccionar tarde y mal a los asuntos, porque lejos de ir acompasados en buscar soluciones a problemas que afectan a todos, cada uno suele hacer de su capa un sayo. En este tema el famoso sistema de las cuotas sobre los refugiados ha resultado ser un fracaso rotundo porque después de hacerse la foto para la galería, cuando se apagan los focos nadie cumple. En nuestro país sabemos muy bien la soledad que se siente cuando siendo la puerta de la inmigración ilegal en Europa nuestros vecinos lo plantean casi siempre como una cuestión resolver de puertas adentro. España es un país solidario que jamás se negaría a afrontar la cuota parte de responsabilidad que le toca en un asunto tan sensible. Esa es un cosa y otra muy diferente es que el gobierno no deba tener en cuenta que un situación humanitaria puntual no puede convertirse en una actuación en solitario.
Alguna vez he contado como fue mi duro choque con la realidad en el tema de la inmigración. La primera vez que estuve en África fue en Gambia, donde con la excusa, primero, de conocer ese paraíso y después de realizar un reportaje sobre la ablación, me tope con un pueblo de pescadores desde donde, según me contaron, parten la mayoría de las barcazas hacia El Dorado europeo. Tengo aquellas imagen clavada en la retina y también la historia que me contó mi guía. Él hablaba un razonable español, después de haber vivido seis años en Cataluña trabajando hasta la extenuación de temporero, y haber regresado a su país con unos ahorros que le permitieron construir una casa y buscarse la vida como guía turístico.
En aquel pueblo olía a pescado seco y rancio. Era un lugar mísero, donde se masticaba la tragedia y la muerte porque se habían adueñado de él las mafias que traficaban con el hambre y sus víctimas propiciatorias eran los jóvenes más valientes y decididos. Un día antes de que llegáramos a aquel escalofriante lugar, habían aparecido flotando cerca de la orilla cinco cadáveres de chicos -casi niños- que habían intentado partir sin ser explotados por esos mercaderes de seres humanos. Nos contaron lo ya sabido: que allí o te pliegas a los mafiosos y te endeudas durante varios años o te matan y sino amenazan con hacerle daño a tu familia. Nos dijeron que El Dorado tiene un precio, a veces tan claro como la propia vida. Nuestro guía, que había entrado en España en patera, nos contó que tuvo que estar cerca de dos años trabajando para pagar el viaje y había vivido aterrado por la suerte que correrían los suyos si no hacía sus pagos puntuales, tal como se había comprometido antes de partir. A pesar de todo a él le mereció la pena, aunque su gran obsesión era que su hijo mayor no siquiera sus pasos, cosa que al final, según supimos, hizo.
Desde entonces he sabido que no hay vallas lo suficientemente altas, ni concertinas los suficientemente afiladas que pongan freno al hambre, y por eso me repugna cada vez más la demagogia barata que se hace con el tema de la inmigración. Todos sabemos que la solución está en las acciones en origen y que eso de "enseñar a pescar en vez de dar peces" está muy bien, pero las cosas ni son como queremos ni el mundo es justo y beatifico, sino más bien lo contrario. Casos como el del Aquarius golpean conciencias puntualmente pero hay
muchos Aquarius y la solución o es global o no será.