“Historia de una vida”, no es otra cosa que todo lo que acontece entre el nacimiento y la muerte. Toda persona tiene su propia historia, esa que va tejiendo desde el instante en que se es concebido, esa que graba a fuego los recuerdos de la infancia, esa que trae consigo el primer amor, el primer desengaño, el primer trabajo, el primer duelo y la búsqueda de la felicidad tan lejana y cercana al abrir los ojos cada día. Hay historias de vida que han marcado a los coetáneos y a las generaciones siguientes, pero para eso han tenido que ser contadas, como la historia de amor más bonita del mundo recogida en el Evangelio, la vida de Jesús.
Por ello, se ha identificado a la vida con la narración, pues toda vida busca un narrador y de no ser hallado, es uno mismo. Por eso, cuando las vidas son contadas, escritas o narradas parecen alejarse de la realidad, pasando a ser consideradas pura ficción, incluso parecen asemejarse a una película, perdiendo esa luz opaca que viste a la cotidianidad.
Cuando contamos una anécdota de nuestra realidad diaria, adquiere una magia especial, provocando en quien la escucha sonrisas o lágrimas, emociones miles como el contenido de estas. Pasando dichas vivencias a un estado superior donde lo existido pasa al rango de experiencia. Y es ahí, donde determinadas personas elegidas por la barita mágica del don de la palabra, las convierten en verdaderas leyendas que regalan historias inolvidables.
Es verdad que todos tenemos una vida que contar y hacerlo hoy se ha convertido en un flash constante e inmediato en las redes, cada autor comenta qué come, qué bebe, si están enamorados o si el mejor amor es uno mismo. Y para lograr llegar más lejos y que los ojos que leen se empapen de su esencia se utilizan las imágenes que dibujan esa vida, imágenes muchas veces distorsionadas para vestir la realidad de falsas apariencias. Pero han perdido esa magia del relato que lo hace especial.
Una máxima que me encanta de Sócrates al respecto decía algo así: “una vida no examinada no es digna de ser vivida”. Me parece de las aseveraciones más enérgicas que he leído y de plena actualidad. Porque parece ser que, si no somos contados y vistos, no existimos.
Y es que narrar nuestra historia de vida se ha convertido en algo absolutamente necesario. ¿Será que nos gusta demasiado contar lo que sentimos a un perfecto desconocido?
Sí, así es, y las razones por las que las contamos, al no tener a nadie que examine y narre nuestra vida con el encanto de una gran historia, pueden ser muchas. Se me ocurre como primera, la necesidad de dar conversación. ¿Quién no se ha subido a un tren y al sentarse al lado de otra persona, tras un incómodo silencio y ante unas largas horas de viaje, no se ha lanzado a dar conversación y se ha disparado en una falsa emoción de intimidad a contar sesgos de su vida?
Otra razón por la que nos ponemos a narrar nuestras vidas es la reciprocidad del primer instante, cuando el o la desconocida tras las primeras impresiones, nos parece una persona muy afín a nosotros, y entonces como oleadas de quince metros, salen de nuestra boca las historias de quienes somos y en qué nos hemos convertido, o lo que buscamos.
O la necesidad de dar una buena impresión, bien en una entrevista profesional, o ante un grupo al que te gustaría pertenecer o ante el hombre o la mujer soñada.
El ser humano precisa narrar su vida de la forma que sea, ser conocido, valorado, o simplemente escuchado. Porque otra de las razones por las que precisamos narrarnos no es otra que la soledad.
Que alguien haga un relato de nuestras vidas las transforma en una historia especial que contar, que lo hagamos cada uno de nosotros, en algunos casos, no sólo hace que pierda interés o profundidad, si no que a veces es malinterpretado, utilizado como mofa o simplemente despreciado. Incluso a veces es un relato falso de uno mismo.
Toda historia es digna de ser contada, cuando el narrador es uno mismo hagamos que se vista de nuestros valores y dignidad.