La confianza en Dios es la fórmula primera de pensamiento y de vida con la que el creyente cristiano puede y debe enfrentarse a los retos que le presenta, en su vida concreta, el presente, tantas veces dramático y tantas gozoso. De este modo, en mi opinión, ha de encarar, en la vida real, la incertidumbre del futuro el que cree en Cristo, en cuyo horizonte no hay por qué descartar aquello que no es posible esquivar: la realidad de la muerte. Tal vez hemos ahondado poco en ella, aún cuando hemos estado rodeados en estos meses de la muerte de seres queridos, amigos y conocidos, o los mismos vecinos de toda la vida, sobre todo si esas muertes, o sus enterramientos, han sucedido en pueblos pequeños, donde todos se conocen.
Ciertamente era muy urgente la atención médica, pues estos meses han sido tan inesperados que han sido capaces de casi impedirnos una reflexión más profunda de lo que le ha pasado a la humanidad con el covid-19. Pero cuando se reconoce la fragilidad de la existencia humana y tenemos suficientes pruebas de ello; cuando hay que admitir que no se es «su dueño» ni de sus cosas ni de sí mismo; cuando se acepta que «el ser» lo hemos recibido de «Otro» y que no podemos garantizar ni un solo segundo su subsistencia por nuestras fuerzas físicas y/o espirituales y que nuestra libertad no es capaz por sí misma de asegurarle un curso y un final felices, la alternativa no es otra que «confiarse» a la sabiduría, a la bondad, al amor omnipotente de ese «Otro» que nos la ha donado gratuitamente, pidiendo a cambio, solamente, la respuesta del amor agradecido.
Pero esa alternativa es no solo buena, sino muy buena. Es una posibilidad humana que centra al ser humano y le hace ver qué momento está viviendo y cómo orientar la vida hacia ella, pues da paz y energía para vivir de otro modo, volviendo los ojos hacia los demás, empezando por los más cercanos. Esa es la esperanza real, que se puede ofrecer a los demás; también cuando estamos con rebrotes de covid-19 y la perspectiva cada vez más concreta de las consecuencias económicas y sociales para nuestra sociedad, con la falta de trabajo para tantos, con la incertidumbre y hasta el miedo de qué va a pasar en el futuro más inmediato.
El creyente sabe que aceptar esa alternativa es bueno y también muy necesario, pues en ella experimenta, además, que Dios es Padre, y que ha enviado a su Hijo Unigénito al mundo, haciéndose hombre y muriendo en una Cruz para salvar a los hombres de la muerte del alma y del cuerpo. ¿Cómo no confiarse a ese amor misericordioso que lo sostiene y lo salva? Es más, sentirá la íntima necesidad de unirse a Él, a Jesús torturado y crucificado, para «completar su Pasión», por su cuerpo que es la Iglesia, como afirma San Pablo. Contribuirá así a que el triunfo de su Resurrección se manifieste y active en el alma del ser humano, impregnando de amor auténtico sus relaciones: las más personales -el matrimonio, la familia, la amistad- y las más sociales -la economía, el orden social, la comunidad política, la cultura, la ciencia- arrancando «al poder del mal» -«del Maligno»- el devenir de la historia y el destino de las personas y de los pueblos, venciéndolo con el bien, que triunfa interiormente con la fuerza de la esperanza paciente y generosa.
Pero éstas son las razones del creyente. ¿Y las de quienes moran en los campos de la incredibilidad, en el agnosticismo o en el ateísmo práctico? He insistido en alguna otra ocasión en que las razones del creyente no son ajenas a las del no creyente, porque en su fondo alumbra lo que Benedicto XVI llamaba en su visita a Auschwitz-Birkenau «la razón del amor», en la memoria estremecida del espantoso horror de crimen y muerte cometido por su pueblo en la Soah contra los hijos de Israel. Decía el Papa: «El Dios, en el que nosotros creemos, es un Dios de la razón -de una razón-, que no es simplemente una matemática neutral del Universo, sino que es una con el amor, con el bien».
¡Esa es la condición de la verdad del Dios “que es amor”, como explicó el Papa tan lúcidamente en su primera Encíclica “Deus caritas est” del 25 de diciembre de 2005! Esa Verdad conocida por «la ciencia de la Cruz», adquirida por Edith Stein, judía alemana, discípula y adjunta de Husserl, convertida al catolicismo después de una noche de lectura del «Libro de la Vida» de Santa Teresa de Jesús. La profesa carmelita con el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz, canonizada por San Juan Pablo II, la había descubierto en el último periodo de su vida de judía-católica, perseguida, meditando a San Juan de la Cruz. ¿Cómo no recordar sus «Cartas del alma» ?: «¡Qué bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche! Aquella eterna fonte está escondida, que bien sé yo do tiene su manida».
La pandemia del coronavirus Covid-19 sigue amenazando al mundo con una siembra de enfermedad y de muerte y atenazando el aliento del alma. Ya hemos visto, además, que hiere a los más débiles física y espiritualmente. Pero sobre todo está revelando cuánto hay de autenticidad en la verdad del amor humano, comprendido y protagonizado por tantos de nuestros hermanos que siguen dando la vida en los servicios sanitarios y en otros imprescindibles para el bien común. Tenemos, pues, que seguir cuidando al ser humano, hombre y mujer, alma y cuerpo, en la clave de «ese amor crucificado», que brota del corazón de Cristo, «crucificado» y «Resucitado», presente en su Iglesia para el mundo. Nuestra sociedad, los hombres y mujeres concretos, lo necesitamos. ¡Qué lejos de estos sentimientos están quienes insensatamente ponen en peligro su vida y, lo que es aún peor, las vidas de los demás por no cumplir con las más elementales normas sanitarias, como mascarillas, distancias, etc.!
Yo no he vivido la guerra civil española, y nada recuerdo de la última gran tragedia mundial. La generación posterior a los dos conflictos lo que recordamos es eso: una nefasta guerra fratricida y el horror de la II Guerra Mundial. En una reflexión sobre la pandemia, el cardenal Antonio Rouco Varela piensa que lo sucedido en la primera mitad del siglo XX no es comparable sin más con lo que estamos viviendo ahora, ya adentrados en el siglo XXI. Aquello fue causado y culpa directa del hombre. Esto, no. De todos modos, no es ocioso aprender de las lecciones que nuestros contemporáneos sacaron, en esas postguerras, para una nueva configuración de la relación entre los pueblos y para la comprensión misma del hombre. Uno de sus más finos intérpretes, Romano Guardini, advertía en su monografía sobre «el final de la edad moderna» -todavía abiertas las heridas producidas por la guerra- que no se trataba de saber cómo avanzar en el crecimiento del «poder» sobre la naturaleza y el hombre sino en «la doma» del poder obtenido, ya científica y tecnológicamente colosal, es decir, en su uso responsable moral y teológicamente. Lo que era entonces urgente para la Europa y el mundo de la segunda mitad del siglo XX, no lo es menos ahora para las sociedades y la humanidad de la primera mitad del siglo XXI.
Confiar de nuevo en Dios, en la verdad de su ley, inscrita en la naturaleza misma del ser humano es confiar en la ley del amor a Dios y al prójimo como a uno mismo. Esa ley en el Evangelio de Cristo Crucificado y Resucitado nos es reafirmada y recreada como ley de la gracia, del amor con Cristo, en Cristo y por Cristo. Es su mandamiento, que consiste en amarnos como Él nos amó, y que, en esta hora dolorosa de la humanidad, en una inédita encrucijada histórica, se convierte en una necesidad apremiante. Es el sostén espiritual que nos convierte, nos conforta y nos fortalece en la lucha contra el mal.
El don y la experiencia de la gracia sólo se abren al hombre y la mujer cuando se hacen humildes y aprenden de nuevo a orar, en comunión con todos los Santos, de los cuales María, la Madre de Jesucristo, es la Reina. Quiera Dios que hayamos aprendido de nuevo a rezar el Padrenuestro, el Avemaría, el Rosario… por los que han sufrido, por los que han muerto en estos meses pasados, y por los que los que les han socorrido y ayudado «física y espiritualmente». Pero el covid-19 no ha acabado y nuevos acontecimientos dolorosos pueden venir. ¡Cómo nos urge en esta hora de la humanidad amar como el Señor nos ha enseñado, tan menesterosa del amor de Dios!
Braulio Rodríguez Plaza. Arzobispo emérito de Toledo
Firma invitada del Grupo Areópago