El piropo
Confieso que nunca he sido piropista, piropero o como carajo se llame a eso de decir, en formato breve, cosas bonitas a una mujer. Es más, hasta tengo serias dudas sobre que tal práctica haya tenido jamás la más mínima eficacia como estrategia de aproximación ni menos aún de conquista. Como mucho, habré escrito algún verso, probablemente machista a fuer de romántico, pero poco más.
Sin embargo, contra esta ola cansina y coñazo del feminismo que nos invade hasta aburrir a las tortugas, aunque sólo sea como civilizada señal de protesta, ahora digo piropos hasta a mi suegra. Y tan contenta que se pone la muchacha. Y conste que no lo hago como caritativa obra de misericordia, ocasión y motivo que dejaría sólo reservados para alguna componente, componenta o miembra de cualquier consejo de ministras.
Estamos llegando a tal extremo que el ser varón ya no admite ni la presunción de inocencia. Yo creo que alguien debe empezar a inventar algún disfraz que, al varón –al auténtico me refiero– le permita salir a la calle sin ser objeto de miradas torvas cuando no a sufrir cualquier agresión física de gravedad irreparable. Como alternativa de autodefensa se podrían imprimir grandes cartelones que, colgados en la espalda de cada interfecto, cual infamante sambenito inquisitorial y para no dejar lugar a dudas, debieran llevar leyendas tales como: “hetero, pero inofensivo”, “yo no digo piropos” o “las tías no me gustan”. Cosas así. O, en su defecto, camisetas con estos mismos o parecidos e inequívocos mensajes.
Habría alguna solución más radical. Debería empezar a aplicarse en las primeras etapas escolares de la educación infantil, de cara a evitar la educación machista y a imponer esta última “paponá” del lenguaje inclusivo, que no sé lo que es pero que suena muy bien y queda como muy progre-guay. Por ejemplo, en el comedor escolar Pepito le diría a Lolita: “Dáme el cucharo para la sopa”, y llegado el momento Lolita le diría a Pepito: “Dáme tú la tenedora para el pescado”. Y en este plan.
Ni que decir tiene que Lolita, al igual que todas las niñas de la clase, iría ataviada con pantalón corto de bragueta de cremallera y jersey a juego mientras que Pepito, como el resto de sus compañeros, iría vestido con faldita tableada y camiseta blanca. Los niños deberían llevar braguita y arreglárselas como pudieran para la función mingitoria, mientras que las niñas irían provistas de calzoncillos y, hasta si fuera el caso, en función de la edad y desarrollo, compresa y salvaslip por si les viniera la cosa.
Esto del nazi-feminismo es lo que tiene, que se toma a chirigota o no hay por dónde cogerlo. Tal es el hartazgo que esta murga de pensamiento único y totalitario que es la ideología de género empieza ya a producir en una mayoría silenciosa. Más mayoría de lo que algunos y algunas creen. Lo de silenciosa es porque va acompañada de una especie de autocensura –el peor de los límites de la falta de libertad de expresión– por la que casi nadie se atreve a decirlo para no desentonar ni caer en el calificativo de facha que, visto lo visto, sirve para casi todo.
Y es que proclamar el cansancio de esta matraca, así por las bravas y sin morderse la lengua, insisto, tiene sus riesgos: ya anda por ahí suelta una seudoperiodista lenguaraz y faltona que ha fabricado como insultos dedicados a quienes osan discrepar de la corriente oficial, exabruptos tales como “pollavieja”, “heteruzo” o “señoro”. Así, sin cortarse un pelo la criatura. Todo un ejemplo de educación y tolerancia.
De todas formas, deberé apresurarme a terminar cuanto antes este inofensivo artículo y cuidarme de no añadir ni una sola palabra más no vaya a ser que, dentro de muy poco, este inocuo ejercicio de ironía vaya a ser tipificado y perseguido como delito, que en ello ya está esta la aguerrida tropa del nazi-feminismo.
Sin embargo, por muy machista que se sea e incluso hasta sin serlo, en plan gente normal, a aquella iracunda torquemada del anti-machismo, no se le debe responder con el insulto. No lo merece porque sería ponerse a su ínfimo nivel. Yo, por mi parte, ni cito su nombre ni menciono el prestigioso medio digital que, de forma incomprensible, le ha cedido sus páginas. Es mejor la ironía.
Yo, sin embargo, a lo mío de ahora. A los piropos. Que no se me escape una. Ni la conductora del autobús urbano que sale de Zocodover, –“¡conduces como los ángeles, alhaja!”–, ni la cajera del super del barrio que me ayuda a cargar el carrito de la compra, –“muchas gracias, corazón”– ni, mucho menos, la enfermera que me pincha para el análisis de sangre, –“es que lo bordas, bonita, ni me he enterado”–.
Y lo cierto es que hasta ahora ninguna se me ha quejado. Debe ser que las pobres son unas machistas redomadas.
Ricardo Sánchez Candelas