La vida en un hospital
Llevo varios días encerrado en un hospital observando cómo mi madre batalla contra la muerte y sus espectros. En realidad, la muerte forma parte de la vida desde su inicio, aunque no nos demos cuenta. Se manifiesta al final en forma de redoble de la naturaleza y sus espíritus. Es un conjunto de sensaciones extrañas que arden completamente hasta quemarnos los ojos. Sin embargo, no sé por qué razones hace requiebros y burlas y deja al enfermo exhausto hasta otra nueva venida. Sin que nadie pueda explicarlo, el final de la vida contiene elementos para los que no estamos preparados o no nos lo contaron lo suficiente. La pérdida de la cabeza es una sinrazón obstusa, inerme, un guiño del destino, un truco sin final, una paloma sin chistera, un abracadabra absurdo. El gran reto de la ciencia no es alargar la vida, sino su calidad. Llegar a los noventa años con la mirada perdida y la boca torcida no es éxito de nadie.
La vida en un hospital transcurre lenta, pausada, sin tiempo. Arrastra sus pies por los pasillos y para eso es preferible una silla de ruedas. La vida en un hospital no se llama Sánchez, Rivera ni Casado. La vida en un hospital es orinar a tiempo, un encefalograma distópico, una jeringa inyectada, un fonendoscopio colgado del cuello de la esperanza. Avanza con la cadencia de los siglos, con el segundero de los relojes antiguos, sin la prisa de las puertas para afuera. Uno ve la realidad desde aquí con las gafas de la distancia, como unos prismáticos al revés, donde el paisaje se hace pequeño y el hombre adquiere dimensiones hercúleas. Aquí cagar a tiempo es una victoria, una medalla en lo alto de un pebetero, un trofeo en el cabecero de la cama. La respiración se torna cansada, abrupta, desacompasada. Un estornudo es un susto y unos pasitos por la habitación, la gloria reservada a los dioses. Nadie ha explicado la enfermedad en manuales de autoayuda a lo largo de los siglos. Ni nadie la explicará. Sólo el impresionante artefacto que es el cerebro puede convivir y conllevarla. Por eso cuando las neuronas se van a negro, nadie es capaz de entender la película.
Veo a los sanitarios como héroes verdes que cuelgan de las batas sus problemas. Admiro su capacidad para enfrentar situaciones imprevistas, desesperadas, inesperadamente adversas. Son la luz en mitad de los pañales, las gasas y apósitos. Conviven con el dolor como la primavera lo hace con sus flores. Son las suyas flores negras, desvertebradas, vueltas bocabajo en el jarrón. Baudelaire pintó las del mal sobre las alas de un albatros. Desde la ventana de la habitación, sólo se atisban las alas de la desesperanza.
La vida en un hospital también tiene nombre de cuidador. Pilar, Blanca, Santa y un ejército de pacientes y curtidos guerreros. La estancia aquí me enseña que no todo el mundo vale para encarar la enfermedad, que los más preparados no siempre son los más reconocidos. La vida se mide por noches y calenturas. Las madrugadas son letales y los butacones, infames. Despertar a un nuevo día con las constantes vitales intactas es ganar la Champions y la Liga a un tiempo. Lo bueno que deja la vida en un hospital es que sales de él distinto a como entraste.