ETA en Ciudad Real
Amanece el domingo en Ciudad Real con la luz clara de mayo y una suave brisa que despista el calor que luego hará a mediodía. Paseo por la Plaza de España y entro en el Bar El Peral, donde ETA colocó una bomba el 6 de diciembre de 2004, coincidiendo con el Día de la Constitución. La banda armada decidió ese día que varios artefactos explotaran a la vez en diferentes puntos de España. Era su particular forma de hacerle un corte de mangas a la Carta Magna y a todos los ciudadanos de este país, que le hemos aguantado estoicamente tantas barbaridades. En la hora final, ETA no va a salirse con la suya. Porque hay memoria y recuerdo. Y porque somos varias generaciones que crecimos con el dolor, el susto y la muerte cosidos a la lapa de nuestras vidas. ETA ha sido una banda terrorista que mató a mil personas y destrozó a otras tantas familias. No un movimiento de liberación ni nada por el estilo. Que les quede claro a los jóvenes que lo estudiarán a partir de ahora.
Pedro abrió aquella mañana de diciembre feliz, dos meses después de haber reformado su local de toda la vida. Es un hostelero culipardo que lleva detrás de la barra desde que le salieron los dientes. Sobre la una y media del mediodía, alguien dio la voz de alarma y dijo que había una bomba. Pedro echó a la calle a todos los clientes y con la policía acordonó el local. Mi compañera Salu García Alfaro, de Onda Cero Valdepeñas, era vecina entonces del Bar El Peral. Me dice que desalojaron todo el edificio y los hicieron bajar a la plaza. “No debí de entrar, pero entré y me estalló la bomba”, asegura Pedro. “No escuché nada, no recuerdo nada, sólo un silencio y oscuridad... Cerré los ojos y ya está”. La bomba estaba en el cuarto de baño de señoras. “Pasé el día con infusiones... Creo que vinieron aquí porque era el único local abierto en la Plaza de España... La policía me dijo después que los detuvieron... En cuarenta y cinco días, volví a abrir... Para mí me guardo lo que yo pienso, pero son asesinos... Lo importante es que no pasó nada y no mató a nadie”.
Como Pedro, miles son los testimonios vivos que hoy podrían hablar de ETA. Recuerdo el asesinato de Tomás y Valiente una fría mañana de febrero cuando yo salía de la facultad de la Complutense. O el atentado de Vallecas un 11 de diciembre. Y, por supuesto, Miguel Ángel Blanco y Ortega Lara. La cara más mísera y oscura del hombre en menos de quince días. Qué hijos de puta los etarras. En la hora final, sólo queda asco y conmiseración. Que se pudran en la cárcel por todo el dolor que causaron. Y que no traten de sacar tajada. Como dijo Rajoy el viernes, si no lo consiguieron con violencia, es de esperar que no lo obtengan sin ella.
Nuestro respeto reverencial a todos los muertos que cayeron, sin distinción, y nuestro apoyo a las familias que aún hoy lo sufren. Es lo mínimo que una sociedad justa y democrática debe hacer, estar con las víctimas. Y nuestro desprecio absoluto no sólo a quienes mataron, sino a quienes los justificaron. Pedro Jota recordaba ayer que Aznar dijo de Arzallus que era el “jefe de los nazis”. Perro rabioso el jesuita. Los curas enfermaron y la Iglesia no ha sabido extirpar el cáncer del nacionalismo en su seno. Ahora pasa en Cataluña de nuevo. Las palabras de Monseñor Uriarte con el cadáver de López de la Calle aún caliente, pidiendo a Mayor Oreja el acercamiento de presos etarras, producen arcadas aún con la distancia del tiempo mediante.
Que sea obligatoria, por favor, en todas las escuelas, sobre todo en el País Vasco, la lectura de Patria, la obra de Fernando Aramburu. Y que nadie olvide que el nacionalismo anida en su vientre el monstruo dormido de la violencia. Y en cualquier momento, puede volver a despertar.