Les prometo que he intentado hacer este artículo más breve, y que lo he reducido, respecto a la primera versión, pero me ha sido imposible cortar más, por lo que les ruego que tengan paciencia, puesto que -salvo quienes están al pie del cañón salvando vidas, o en otras tareas necesarias-, el resto tenemos tiempo de sobra para poder dedicarlo a la lectura de un artículo un poco largo.
A nadie se le escapa que estamos viviendo una situación que tiene mucho de irrealidad, sobre todo porque se sale de lo que ni el más avezado novelista de ciencia ficción del pasado siglo pudo imaginar para el siglo XXI. En esta suerte de arresto domiciliario, que debemos de cumplir por responsabilidad y propio interés, nos da tiempo para observar y analizar los mensajes e imágenes que nos llegan a través de los medios de comunicación. Es lógico que, como sucede en tiempos de guerra, exista un parte diario que nos informe de las buenas y de las malas noticias. Es de reconocer el enorme esfuerzo que está haciendo el gobierno de España para mantener informada a la población de cuanto ocurre, a pesar de todos los palos en la rueda que le ponen algunos partidos, y la incompetencia de algunas administraciones autonómicas. Además de tener un mucho de responsabilidad en el desmantelamiento de la Sanidad Pública, con las reducciones de plantillas que han practicado, las privatizaciones, las mordidas, las puertas giratorias, la entrega a fondos buitre de lo que consideran un suculento negocio, resulta que se esfuerzan a diario en soltar bulos, mentiras y tratan de responsabilizar de todo al gobierno nacional. Miedo da pensar en lo que nos podría pasar si esta crisis hubiera sido gestionada por un gobierno de Aznar o de Rajoy, con aquellas brillantes ministras de Sanidad, Celia Villalobos o Ana Mato; nos queda el recuerdo de las recomendaciones sanitarias de la primera cuando la epidemia de las vacas locas, o la irresponsable actuación de aquel impresentable consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid con la crisis del virus Ébola.
Pero no todo es perfecto ahora, la política de comunicación es mejorable, y es por ello que, con razón, los periodistas están indignados con las ruedas de prensa virtuales, en las que apenas pueden hacer llegar sus preguntas; también ha habido errores, tardanza en tomar medidas por parte del ministro de la Sanidad y también graves negligencias cometidas por algunas consejerías de Sanidad de las Comunidades Autónomas; todo ello se tendrá que debatir cuando se recupere la normalidad parlamentaria. Entra dentro de la calificación de políticos carroñeros y miserables quienes, para hacer oposición, ponen los muertos sobre la mesa, tal y como hacían hace años con los asesinados por ETA.
En otros tiempos era la radio la que tenía todo el protagonismo, y al otro lado un locutor de uniforme trataba de informar, con la lectura de unas noticias previamente pasadas por la censura del Estado Mayor. Durante nuestra última Guerra Civil este papel le correspondía, desde los micrófonos de la Unión Radio republicana, actual Cadena Ser, al cartelista y comandante Augusto Fernández; en el bando sublevado el actor Fernando Fernández de Córdoba, tío por cierto este último, del recién fallecido Marqués de Griñón. Es casi un eslogan que la primera víctima de una guerra es la verdad, y lo cierto es que, a pesar de la velocidad con la que se puede comunicar hoy día, los ejércitos en lucha se ocupan de evitar la presencia en los frentes de testigos incomodos, por lo que este axioma, a pesar de Internet, es cierto también en las guerras de nuestros días, y así fue en la última guerra del Golfo, y así es en las de Siria o Yemen.
En la antigüedad se ocultaban algunas epidemias, para evitar el pánico generalizado, o incontroladas explosiones sociales de las masas que, presas del terror o de la hambruna, pudieran asaltar los palacios, acabar con los poderosos y tomar posesión de sus bien repletas despensas y saneadas estancias y jardines. La última pandemia que fue sometida a férrea censura, en todas partes menos en España, fue la llamada Gripe Española, que surgió cuando aún Europa se desangraba en la Gran Guerra (1914-1918). Nuestro país se mantuvo neutral, si bien la opinión pública era aliadófila, es decir estaba a favor de Francia, Inglaterra y Rusia; al otro lado de las trincheras estaban Alemania y el Imperio Austro Húngaro. También hubo en España germanófilos, por lo que se produjeron grandes debates y apasionadas campañas políticas. Los aliadófilos estaban representados por republicanos, reformistas, socialistas y amplios sectores del Partido Liberal encabezados por el Conde de Romanones, con aquel célebre artículo titulado “Neutralidades que matan”. La germanofilia tuvo como valedores al veterano Partido Carlista, y buena parte de la Iglesia católica, junto a personalidades del Partido Conservador y otros grupos menores.
Nos encontrábamos en plena restauración borbónica, con nuestro ejército intentando mantener en África lo poco que nos quedaba del pasado colonial, pero aún no había llegado la censura que se estableció durante la dictadura de Primo de Rivera. Es decir, fue en España donde la prensa informó de manera libre sobre aquella gripe que se estaba cobrando miles de vidas a ambos lados del Atlántico, pues hay que decir que el primer foco detectado lo fue en una base militar, Fort Riley, en Estados Unidos. Muy pronto el virus surcó lo mares, y, incluso llegó a España en abril de 1918. Políticos y periodistas de medio mundo tuvieron conocimiento de la dimensión de lo que estaba pasando a través de la prensa española, y es por lo mismo que fue bautizada como la Gripe Española.
Por entonces triunfaba en los teatros una zarzuela, La canción del olvido, que tenía canciones que el pueblo tarareaba por las calles, y que pronto se escuchó en los gramófonos. Una de aquellas canciones, Soldado de Nápoles, fue la que por su mayor popularidad dio nombre al virus en nuestro país. El impacto de aquella gripe fue tremendo en todo el mundo, con una mortandad brutal, calculada años después en más de cincuenta millones de personas. En España también tuvo efectos devastadores, con unos ocho millones de afectados y con cerca de trescientas mil personas fallecidas, con la particularidad de que aquel virus se cebaba en personas jóvenes, de entre 30 y 40 años, y no en niños ni en mayores. Aquella gripe afectó también al Rey Alfonso XIII, por lo que estuvimos a un paso de quedarnos sin Borbones, al estar incluidos estos en varios grupos de riesgo, portadores como son de patologías congénitas como la hemofilia. La pesadilla acabó a finales de 1920, pero aún hoy se debate en la comunidad científica sobre el origen de aquella terrible pandemia, tal y como es previsible que ocurra con la que nos azota y entristece en estos días.
Pasamos ahora a otro virus, muy antiguo, y que viene parasitando a nuestro país desde hace siglos, el regius borbonicus, dicho con humor, pero con ningún respeto. Comenzaba a mediados del pasado marzo este mal sueño -tras la llegada a España del coronavirus-, particularmente en los hospitales de la Sanidad Pública -la privada ni está ni se la espera, salvo alguna excepción-, además de todos los organismos públicos afectados, como cuarteles, comisarías, ministerios, y medios de comunicación, muy importantes estos últimos en la actual coyuntura, cuando vino a llamar a la puerta una noticia procedente del Palacio de la Zarzuela, nueva pero muy vieja, tanto como la familia de los Borbones. No era una declaración del Rey anunciando la invención de un fármaco milagroso, ni la llegada de veinte aviones cargados con material sanitario, del que carecen los centros sanitarios, esquilmados por las privatizaciones, negocios y el cruel tijeretazo propiciado por todas las ranas que salieron de la charca de Esperanza Aguirre, y sus colegas en el resto de España.
Lo que llegaba a todas las redacciones era un comunicado de la Casa Real, en el que, sin mencionar a la causa de la causa del mal causado, permítaseme el trabalenguas jurídico, se anunciaban dos decisiones que, una vez analizadas, suponen un doble brindis al sol. No se puede renunciar a una herencia que aún no existe, pues no ha fallecido el causante, y, además, -por ello me sorprendieron los titulares de prensa-, en el mismo párrafo se aclaraba que se renunciaba, pero, en el caso de que estos fondos “puedan no estar en consonancia con la legalidad o con los criterios que rigen su actividad institucional y privada y que deben informar la actividad de la Corona”. Es decir, que si mañana, o dentro de cuatro años pongamos por caso, se produce otra amnistía fiscal y se puede “legalizar” ese dinero, pues aquí paz y después gloria. Otro apartado del comunicado deja en evidencia lo que ya figura en expedientes judiciales de Suiza e Inglaterra, y es que Felipe VI es conocedor de este asunto desde hace más de un año.
El otro brindis al sol es el anuncio de que el Rey emérito deja de percibir la asignación que tiene fijada en los Presupuestos de la Casa de S.M. el Rey. Así de breve figura en el comunicado, sin que sepamos si ha habido una renuncia por parte del ex Jefe de Estado, o si ha sido el actual Rey el que ha tomado esa medida. Hay que llamar la atención de esta anomalía democrática, pues la asignación de un ex Jefe de Estado debería de figurar en los Presupuestos Generales del Estado, como la de los ex presidentes de Gobierno, y no ser un acto graciable del Rey, que es quien decide la cantidad, así como las demás prestaciones, tales como personal a su servicio, escoltas, dietas, viajes y otros privilegios. Nos lo venden como una medida ejemplarizante, pero lo cierto es que, a estas alturas de la crisis del regius borbonicus, quedaría muy feo que alguien que es multimillonario, según viene publicando la revista Vanity Fair año tras año, siga cobrando esa bagatela de 200.000 euros anuales, tras conocerse que hace regalos a sus antiguas amantes por millones de euros, como el realizado a Corinna Larsen, por la suma de 65 millones de euros.
Se ha puesto al descubierto un entramado de fundaciones con domicilio en Suiza, alimentadas con petrodólares por la Casa Real saudí, país sometido a una cruel dictadura y con mandatarios involucrados en crímenes horrorosos, como el cometido en Turquía con el periodista opositor Jamal Khashoggi. Estas fundaciones no dejan de ser una nimiedad en términos económicos en relación con la fortuna que tiene fuera de España Juan Carlos de Borbón, y, es por ello que la avezada Corinna quiere más, al ser depositaria, durante unos cuantos años, de confidencias de alcoba, y en particular conocedora de la larga relación de amistad y negocios de su novio con la Casa Real saudí y otras monarquías petroleras, además de disponer de una agenda con todo el entorno empresarial, español y europeo, que ha acompañado al Borbón en sus cacerías de elefantes y otros “viajes de Estado”. En las conversaciones grabadas por el comisario Villarejo a la falsa princesa, se menciona una propiedad en Marruecos, por lo que es posible que también Corinna disponga de información acerca de las “fraternales” relaciones que el emérito tenía y tiene con la Casa Real alauita, y que se remontan a 1975, según documentos desclasificados en 2019 en EEUU, cuando se entregó la provincia española del Sahara a nuestro vecino del norte de África.
Lo cierto es que lo cabreó a mucha gente no fue solo conocer las golferías del rey emérito, si no el momento en el que se producía la noticia, con miles de personas muriéndose literalmente, y saber que el actual Jefe de Estado, además de ausente, resulta que andaba ocupado en encubrir las vergüenzas de la familia; de ahí el éxito de una cacerolada espontánea, por mucho que se quiera acusar de la misma al vicepresidente Pablo Iglesias.
Está publicado y nadie lo ha desmentido que, para asentar la monarquía en España, varios países de la OPEP pagaron desde 1976 comisiones, por barril exportado a España, en una cuenta suiza, a nombre de testaferros de Juan Carlos de Borbón. Siempre hubo rumores, pero la clase política, y la empresarial, que además pagaba también comisiones, aplaudieron siempre estas buenas relaciones del monarca, y así hasta llegar a la macro- construcción del AVE a la Meca, que es de donde viene la penúltima mordida, y, entre cuyos empresarios beneficiarios se encuentra el “compi yogui” de los actuales reyes. En recientes crónicas e investigaciones han vuelto a aparecer viejos conocidos del entramado suizo de testaferros reales, como Dante Canónica y Arturo Fasana, aparte del también clásico Álvaro de Orleans, por cierto, éste último, testaferro en la venta, avalada por las autoridades españolas, del Banco Zaragozano, con los Albertos de presuntos dueños, a Barklays en 2003, con el agujero que lo hizo inviable, pero al lado de todo lo que se conoce fue una nimiedad, solo 50 millones de euros de comisión, de lo que ha vuelto a hablar la prensa británica recientemente, pero esto no se menciona en el comunicado de Zarzuela.
Como es habitual el aparato de comunicación de la Zarzuela realizó su trabajo de contactar con periodistas de confianza y otros cortesanos, solo que en esta ocasión no ha habido la habitual acogida, ni siquiera entre los más conspicuos pelotas, esos que sacan además rédito de ser “expertos en Zarzuela”, como la autora de un lacayuno y vergonzoso libro titulado Genio y figura, y que es una hagiografía que supera con mucho, en adulación y inclinación de cerviz, a las que hacía de Franco el abuelo de Aznar, aquel zascandil llamado Manuel Aznar Zubigaray. Tal vez por la situación especial en la que nos encontramos es por lo que no ha funcionado a todo trapo el habitual coro, repitiendo una vez más los mismos tópicos, tal y como señala en un agudo análisis David López Canales, precisamente en Vanity Fair:
…que fue el capitán, el patrón, que guió a España desde la Dictadura a la Transición, que trajo la Democracia a España y que la salvó la infausta noche del 23 de febrero de 1981. El monarca que impulsó la modernización del país, la entrada en la Unión Europea y la consolidación de la monarquía. Y eso no ha dejado de repetirse. Y casi nadie decía otra cosa de él ni se salía de ese discurso oficial, de esa agit-prop.
Para popularizar esa imagen de Rey constitucional, salvador de España, además de campechano y próximo, se ha gastado mucho dinero público, incluso con seriales televisivos, donde el rigor histórico, cuando lo había, era pura coincidencia.
Además, quienes hemos discrepado, a lo largo de los años, con ese discurso oficial, hemos sido ninguneados, ignorados, cuando no sometidos a seguimiento o incluso persecución; solo había libertad, en lo tocante a la Casa Real, para elogios y genuflexiones. La lista de actuaciones de la Fiscalía y de los tribunales ha sido desmesurada, no para investigar los negocios reales, sino para tratar de imputar a periodistas y publicaciones que se atrevían a insinuar alguna irregularidad en la actuación del sucesor de Franco, incluso las revistas de humor han sido muy vigiladas de cerca. En los años ochenta, cuando aún estaba muy en vigor la Ley de prensa de Fraga, solo parcialmente derogada, se procedió de varias ocasiones al secuestro de libros y revistas, como fue el caso de la revista semanal satírica El Cocodrilo en varias ocasiones. Hubo un caso con gracia, a pesar de la espada de Damocles que pendió un tiempo sobre quienes allí trabajábamos, y fue con ocasión del décimo aniversario del reinado de Juan Carlos I, al presentar la Fiscalía General una querella por injurias y calumnias, contra el autor o autores de un serial, muy documentado, sobre el reinado de los Borbones en el siglo XIX. Nuestro abogado hizo un listado de testigos, todos catedráticos y académicos, a fin de que declarasen si era o no cierto que Isabel II era una gran libertina, y que ninguno de sus hijos había sido engendrado por su marido, además de la inclinación por el desfalco de bienes públicos de los Borbones en general. Ante la posibilidad de un juicio con esos testigos e interrogatorios la Justicia acabó dando carpetazo al asunto, lo que no nos libró de otros secuestros y sanciones. A veces los tribunales superiores corregían el excesivo celo de jueces y fiscales, como ha sido en tantas ocasiones con motivo de la exhibición de la bandera republicana, si bien han continuado las denuncias, y, incluso detenciones de raperos y rockeros que se han atrevido a hacer canciones republicanas.
Lo anterior no es si no una pequeña muestra de cómo han sido las cosas en todo lo tocante a la Casa Real, sin que el Parlamento o la Justicia hayan investigado nunca las conexiones del Rey con la corrupción, a cuya cabeza ahora sabemos que se encontraba, quien era nada menos que Jefe del Estado.
Todo lo que ahora comienza a publicarse en algunos, no muchos, medios de comunicación, está recogido y publicado en el libro de la profesora Rebeca Quintans, Juan Carlos I, la biografía sin silencios (Akal 2016). A pesar de la dureza de lo recogido en esta investigación de más de 700 páginas, ni la Fiscalía ni la Abogacía del Estado han procedido contra la autora, seguramente por temor a hacer el ridículo, pues a fin de cuentas lo que hace la autora es recoger informaciones publicadas, de los sucesivos escándalos, y la actuación encubridora de fiscales, jueces y políticos a lo largo de muchos años, con una sola excepción, la del juez José Castro, instructor del Caso Nóos, y que tuvo como resultado la condena y encarcelamiento del marido de la Infanta Cristina, en un asunto en el que actuaba, según siempre mantuvo, con conocimiento y asesoramiento de la Casa Real.
Ha habido por parte de la clase política, a lo largo de más de cuarenta años, una segregación constante de la baba nacional, con una desmesura a la hora de regalos, homenajes y parabienes hacia Juan Carlos I y familia, con episodios vomitivos como el del regalo de un yate en Palma de Mallorca, pagado por empresarios y por el gobierno balear de Jaume Matas. Sin ir más lejos, y puesto que nuestros hospitales están estos días, lamentablemente, en el ojo de las cámaras, podemos detenernos a repasar la larga lista de centros sanitarios, algunos universitarios, que llevan el nombre de algún miembro de la Casa Real, como si estos tuvieran méritos por encima de los grandes científicos españoles, tan relevantes algunos en la historia de la Medicina.
Para cuando todo esto pase, muchos comunicadores y políticos dicen que nada va a ser igual, y anticipan que se va a revisar el papel de nuestra industria, en particular la sanitaria, que se pondrá el freno a los negocios con la salud, así como que habrá una gran inversión y apoyo a la investigación. Todo eso se hará, si se sacan enseñanzas de lo que nos está ocurriendo aún, y para ello tiene que haber memoria, una memoria que tiene que extraer conclusiones del papel de las instituciones en esta crisis, y si valorar si han estado o no a la altura de las circunstancias. En el caso de la Monarquía, que se basa en la confianza de los españoles en la persona que está a la cabeza, o eso nos dicen, tendrá que haber también un debate, en particular en torno al apresurado aforamiento de Juan Carlos I tras su abdicación; con respeto para la actuación de los tribunales, que deberían de pedir informes y testimonios de lo actuado y por actuar en los juzgados suizos. Todo ello debería de ser así, si somos una democracia madura, y, si lo somos, puede que sea el momento de saber si el pueblo español es adulto para decidir si quiere mantener una jefatura del Estado que no está sometida a las urnas, y que más que una figura de equilibrio y estabilidad se ha convertido en un auténtico problema.