Un año aciago
Transcurre el aciago año 2020. Un virus letal nos ha pillado desprevenidos y ha confinado en las casas a la mitad del mundo. La vida, tal como la vivíamos, ha quedado suspendida en un vacío desesperante. El presente ha desparecido y el futuro, sí antes resultaba confuso, ahora se perfila angustioso. ¿Cómo íbamos a pensar que, en menos de una semana, se derrumbarían nuestras labradas certezas, años de historias y meses de ilusiones? La felicidad, estamos descubriendo, consistía en lo que hacíamos, aunque no lo supiéramos. Ansiamos volver a lo de antes. Nos dicen, sin embargo, que ya nada será igual, pero no sabemos hacer otra cosa que lo que hacíamos hasta la aparición del virus. Como en catástrofes anteriores, ni quienes las padecieron en su momento ni ahora nosotros, contábamos con ella. No leímos a tiempo el libro “El Jinete Pálido”. Tendremos que aprender, si eso es posible, a cohabitar con un virus invisible con ninguna buena intención.
Se cuestionan las soluciones globales y se recurre a recetas de magia local, de palabrería para mentalidades infantiles, de indisciplinas anarco-conservadoras. De bulos y mentiras para liar al personal. Como en el pueblo de la película "Tiburón", los negocios de unos cuantos exigen el silencio o la implicación de los responsables públicos. Cuando el dinero está en juego, ser devorado por un tiburón no deja de ser un accidente rutinario. Las vidas anónimas valen menos que los negocios con nombres que además, según proclaman, crean empleo. O sea, continuamos con el modelo económico en el que el trabajador es un número que apenas cuenta. Si cae uno, otro le sustituirá. “Todos los días hay atropellos, y no por eso prohíbes los coches”, ha dicho la Sra. Ayuso, resumiendo en una frase la fiereza del liberalismo económico con la que algunos dirigentes se enfrentan a un virus que mata a la población y destruye una economía en recuperación. Se activan, a golpes de discursos mendaces y crispación política, los fantasmas que históricamente enfrentaron a unos con los otros. El cuadro de Goya, dos hombres a garrotazos, refleja una actualidad nunca desaparecida del todo. Lejos quedan los años en los que, encerrados los fantasmas de la Historia en sus tortuosos conflictos, los ciudadanos españoles se confabularon para construir un proyecto común.
Al actual gobierno, la derecha lo acusa de implantar un estado de alarma para, en lugar de combatir la pandemia de forma conjunta, imponer una “dictadura constitucional”, en expresión del Sr. Casado. El facherío político, mediático, social, más ruidoso de los que creíamos, habla de un gobierno bolivariano, comunista, dictatorial. Los partidos nacionalistas imponen su ventajismo, privilegiado en la Constitución. Nadie quiere caer en la cuenta de que fue el Gobierno el que propuso la aprobación del estado de alarma en el Congreso de los Diputados cada quince días. ¡Quince días, no seis meses, ni siquiera dos, como en países cercanos! ¿Se puede cambiar de sistema con tales procedimientos? ¿Y cómo explicaron a los españoles, en el Congreso de los Diputados, sus votos en contra o sus abstenciones a la nueva prórroga del estado de alarma? Unos, disfrazando como falta de diálogo, sus estrategias territoriales y mezquinas, legitimas, pero mezquinas. Otros insultando. Hasta 34 descalificaciones endilgó el Sr.Casado al Sr. Sánchez en su intervención, según contabilizó la Sra. Lastra. A la catástrofe sanitaria se suma la económica que la primera ha originado. Y por nuestra cuenta, como pueblo desorientado, añadimos la política. No es fácil decir si estamos ante un país en ruina ética, cívica, social. ¿Seremos capaces de comenzar un nuevo proyecto colectivo y ético, para un país distinto, sobre los escombros de este virus?