Lo primero que se le viene a uno a la cabeza cuando se habla de emergencia hídrica en Cataluña es el conjunto de afluentes pirenaicos del Ebro. Lo último en que cualquier geógrafo de hace cincuenta años podía pensar, total son los años setenta del siglo pasado, era que un día Cataluña tendría que ser abastecida mediante el uso de desaladoras marinas. Increíble, porque cualquier estudiante de bachillerato sabe que el régimen de esos ríos pirenaicos, que ahora parecen no existir, son los responsables de forma cíclica y machacona de esas avenidas del Ebro, que tanto hacen pensar, cada vez que aparecen, en aquellas negativas radicales a trasvasar cualquier volumen de agua en cualquiera tramo del curso del río con mayor caudal de los peninsulares.
A ojo de buen cubero uno se atrevería a afirmar, sin temor a equivocarse, que el noventa por ciento de la cuenca hidrográfica del Ebro en su margen izquierda, tendría asegurada el suministro de agua sin necesidad de recurrir a medidas excepcionales, simplemente con una planificación coherente de sus recursos hídricos. Solo falta que en los libros de texto se incluya a Cataluña en la España seca.
Pero en fin, ya sabemos los tiempos que corren, en los que la política se ha impuesto sobre la Geografía, y ya se sabe por experiencia histórica que eso casi siempre ha traído malas consecuencias.
Resulta grotesco que ahora, tras el rechazo frontal generalizado durante décadas de la izquierda aliada por conveniencia de poder con los nacionalismos a un Plan Hidrológico Nacional, hablen de solidaridad. Aquí, ha tenido que recordar García-Page, la única solidaria durante los cuarenta y tantos años de democracia ha sido Castilla-La Mancha y no le falta razón, aunque tampoco deje de ser la mejor demostración del triunfo de los objetivos nacionalistas sobre cualquier otro valor.
Porque lo peor de todo lo que ha ocurrido en la implantación del Estado de las Autonomías, que se veía en la Transición como la solución contra el cáncer del nacionalismo, ha sido simplemente que todos nos hemos vuelto tan nacionalistas como aquellos que, desde una perspectiva histórica más instalada en el terreno de la ficción que en la Historia, han acabado por implantar en todos los territorios de España su discurso insolidario y disgregador. El café para todos, casi medio siglo después ha sido más "tonto el último" que el "despensa y escuela" de Joaquín Costa. No hay nada que hacer.