La brutal devastación de la Rusia de Putin en Ucrania, ese salvaje impacto de la destrucción y el odio, nos ha puesto delante de la historia, una vez más, la trágica fugacidad de la vida y la idea inmemorial de que nada es definitivo y de que todo en nuestra forma humana de existir puede de pronto perecer y requiere de cuidados y de luchas. Siempre: nada está ganado, por sólido que parezca. Todo aquello que queremos y nos importa hay que batallarlo cada día. A la vida hay que salir cada mañana y reconocerle el peligro y la duda, y plantarle cara. Y ponerse delante para defender lo que siempre hemos amado. Las personas, los valores, las ilusiones, la alegría. Nada escapa al principio inescrutable de la inestabilidad, de lo volátil: nuestro camino es incierto y dudoso, y aún así, enorme paradoja, debemos defenderlo con principios bien anclados en nuestros corazones y sentir la certeza de que no podemos flaquear en la batalla. Es una de las grandezas que nos está mostrando el pueblo ucraniano masacrado: el amor, la nobleza y las grandes causas por las que de verdad merece la pena combatir.
El esfuerzo es titánico y a veces nos llena de dolor o melancolía: nos reconocemos hijos del azar y el devenir incontrolado, y aún así seguimos adelante, avanzamos en la vida porque peleamos contra lo imprevisible y transitorio, en el afán de sobrevivir y hacer más perdurable nuestro paso por el mundo. Es importante en esta vida exaltada y turbulenta tener siempre presente que, como nos recuerda Ortega, no hay tiempos definitivos y para siempre cristalizados, sino exactamente todo lo contrario, una idea que nos mantiene alerta y nos debe hacer más fuertes en la vigilia y la expectativa. Huyamos de la “melancolía de los edificios eternos” porque siempre será necesario batallar por ellos. El hombre y su libertad siempre estarán bajo amenaza, exigen una guardia permanente porque nunca son irreversibles. Es la lucha por la dignidad que hoy estamos viendo en Ucrania, y que nos avisa de que el mundo es imprevisible y forzoso, siempre abierto “a la verdadera plenitud de la vida” pero también a todo su dolor y su tremenda tragedia. Cualquier montaña de siglos en la historia puede desplomarse con un golpe del viento y desaparecer para siempre. La alerta debe perdurar: todo lo que nos parece inmutable y garantizado puede saltar por los aires y romper para siempre nuestras vidas. La amenaza es infinita.
Pienso de nuevo tanto en ello. Con afán de convencerme, una vez más, de que el día hay que atraparlo en toda su luz y apurar siempre otra sonrisa más. El día, cada día. El beso que nos falta por dar esta mañana, la alegría que hay que rebuscarse dentro, incluso entre los escombros devastados del ocaso irremediable. Siempre brota una primavera en la que respirar a bocajarro. La vida es el camino y eternamente será una combinación de tormentas y de calmas, eternamente haciéndose al andar, sin otra estación termini que el propio camino en libertad, en lucha y en futuro. Nada está ganado o, dicho por Cervantes, el camino es siempre mejor que la posada, y se batalla cada día porque nuestra naturaleza en verdad que es inquietante, pero también maravillosamente hermosa y llena de ilusión. La vida que florece y se apaga en un ciclo infinito.