Ya se volvió a estropear este condenado aparato que me regaló mi hijo. ¡Maldito seas, móvil del demonio! De verdad que no lo entiendo, y eso que llevo más de setenta años lidiando con problemas de verdad. He vivido una posguerra y una dictadura, ahí sí que había que buscarse la vida; no como la juventud de ahora, que se cree que el trabajo le caerá del cielo o por el internet ése. ¿Y después de todo el tiempo vivido no soy capaz de entender este maldito trasto? Al final tendré que llamar a Manuel y preguntarle, aunque sé lo mucho que le molesto. ¡Menudos hijos que no son capaces de ayudar a su padre! Esto en mis tiempos no pasaba.
—A ver… Qué tiene el móvil…
Mírale, con esa cara que pone dan ganas de darme media vuelta e irme. ¿Tan pesado soy? ¿O es que me volví tan inútil que el mundo me desplazó a un lado para que no moleste, empezando por mi hijo?
—A ver, papá, no es que seas un inútil. El problema es que no estás acostumbrado a la tecnología y tampoco te quieres acostumbrar.
—Lo intento, pero este maldito trasto se empeña en no funcionar.
—Papá, he mirado el móvil. Va bien.
Siempre va bien para él. A lo mejor se cree que le llamo por gusto, que me encanta molestarle.
—Parece que soy una molestia para ti. Pues nada, el móvil va bien.
—No te enfades, papá, siento haberlo dicho en ese tono. Empecemos otra vez: ¿qué es lo que no funciona?
Este mundo obsesionado con las pantallas y los botones, eso es lo que no funciona. Y todos emperrados en ir a lo suyo sin mirar a su alrededor, eso tampoco funciona.
—El guasá ése de los demonios.
—¿Y qué le pasa exactamente?
—¡Pues que no va, qué le va a pasar!
—Así no me ayudas, pueden ser mil cosas.
—Mira, da lo mismo. Si tengo que hablar con alguien ya le llamaré, igual que hice toda la vida. Total, tú y tus hermanos estáis siempre muy ocupados como para responder los mensajes ésos.
—Bueno, yo estoy aquí contigo.
Y deseando acabar.
—Te gustaría estar en cualquier parte antes que con tu padre.
—No digas tonterías, papá. Es que siempre tienes problemas con el móvil, y eso que te hemos explicado mil veces cómo funciona.
—¿Sabes cuántas veces te expliqué yo cómo volar una cometa? Pero, aun así, la estrellabas.
—Lo recuerdo…
—Y otra vez volvía a explicártelo. Poner la cometa en el suelo con la punta hacia arriba, extender el hilo hasta recorrer unos quince metros, pegar un estirón seco para que la cometa agarrase la corriente a ras de suelo…
—Y mantener la tensión equilibrando con cada mano, pero se me estrellaba. Es verdad, yo sí que era un inútil.
—Pero aprendiste.
Y yo contigo, hijo, y yo contigo.
—Porque estabas ahí para enseñarme. Siempre.
¿Y ahora qué digo? Este silencio es demasiado incómodo. Aunque lo verdaderamente incómodo es la mirada de Manuel, puedo apreciar cómo se lamenta por su comportamiento. Igual que yo, no debería echarle en cara mis propias frustraciones. Al fin y al cabo, él no tiene la culpa de tener poco tiempo para su…
—Siento no tener tiempo para ti, papá. Y siento portarme como un idiota.
—Yo también lo lamento, hijo. Es que este trasto me desespera.
—¿Sabes qué haremos? Te invito a esa heladería a la que íbamos cuando era niño, la de los helados de avellana.
—Y me explicas bien cómo funciona el guasá.
—A fondo.