La telegrafía, la transmisión de mensajes sin el transporte físico de cartas, nació en 1792, pero no fue hasta mitad del siglo XIX que comenzó a popularizarse hasta convertirse en el primer medio de comunicación masivo.
El 1 de enero de 1845, John Tawell viajó a caballo hasta Slough, una localidad al sur de Inglaterra. Y envenenó a Sarah Hart, su amante, a quien pagaba 1 libra semanal para mantener a los dos hijos que habían tenido fruto de una relación nacida mientras ella, una enfermera, cuidaba a la esposa de Tawell, enferma de tuberculosis y que había fallecido a finales de 1838.
Tras cometer el asesinato, tenía planeado coger el tren hasta Londres, y al no ser conocido en Slough pensó que podía escurrirse sin ser descubierto, pero un reverendo le vio abandonar la escena poco antes de la muerte de Sarah y la policía siguió su rastro hasta la estación, pero no a tiempo de detener el tren.
Pero lo que Tawell no sabía es que la vía por la que viajaba era de las pocas que discurrían en paralelo a una línea telegráfica. Cuando llegó a la estación de Paddington, la policía ya estaba alertada y le identificó por su característica vestimenta de cuáquero y fue detenido, juzgado, declarado culpable y ahorcado el 28 de marzo de 1845.
El telegrama y la privacidad
Tawell tuvo el dudoso honor de ser la primera persona arrestada gracias a la inmediatez de las tecnologías de comunicación, y su caso atrajo la atención del gran público hacia el telegrama. Cuatro años después, 200 estaciones telegráficas salpicaban las islas británicas, y en 1858 se probó con éxito el primer cable submarino que unía Gran Bretaña con América.
Desde entonces y hasta hoy, el concepto de privacidad cambió. Antes toda la preocupación que podía tener es que alguien escuchase desde detrás de la puerta o que robaran una carta, pero con las nuevas ventajas llegaron nuevas vulnerabilidades, y los cables se podían pinchar, y los operadores de la compañía -que tenían que firmar un acuerdo de confidencialidad- podían ser sobornados.
La implementación del código Morse hizo que sólo aquellos que lo comprendían pudieran descifrar los mensajes. A medida que las empresas y hombres de negocios comenzaban a enviar información sensible a través de esta nueva tecnología, los mensajes comenzaron a encriptarse usando algoritmos de forma no muy distinta a la que se usa hoy en día, aunque no tan compleja.
Cuando llegó el siglo XX, el telegrama era la forma más habitual de comunicación, y la Eastern Telegraph Company, fruto de la fusión de Marseilles, Algiers and Malta Telegraph Company, dominaba el mercado de forma tremendamente contundente. Pero entonces, surgió una amenaza.
La tecnología inalámbrica salta a escena
Se trataba del ingeniero eléctrico italiano Guglielmo Marconi, quien en 1901 estableció un enlace de forma inalámbrica entre Poldhu y Clifden. Las investigaciones del italiano inquietaron tanto a la Eastern Telegraph Company que contrató a un ilusionista llamado John Nevil Maskelyne, quien había experimentado con tecnología inalámbrica como parte de su número de mentalismo para que tratara de desacreditar la comunicación inalámbrica.
Maskelyne logró interceptar varios mensajes enviados por Marconi a pesar de no conocer la frecuencia en la que este transmitía y publicó su contendido en la revista The Electritian, donde expuso los riesgos de la comunicación inalámbrica. Sin embargo, quiso llevar el espectáculo un poco más allá.
En junio de 1903 Marconi organizó una demostración en Londres, en la que recibiría un mensaje enviado desde Cornwall, a más de 480 kilómetros de distancia. Sin embargo, el mensaje que llegó no era el que Marconi esperaba. «Ratas, ratas, ratas, ratas» comenzaba el mensaje que se recibió. «Había un joven de Italia que estafó al público bastante bien…» seguía. Desde un teatro cercano, Maskelyne había intervenido la frecuencia de Marconi y había enviado el mensaje antes de que el italiano pudiera hacer nada.
¡Ratas, ratas, ratas, ratas!
Unos días después, Maskelyne escribió una carta al Times donde se confesó autor del que sería el primer hackeo de la historia, y aseguró haberlo hecho para exponer los problemas de seguridad de esta nueva tecnología a la sociedad, por el bien común. Es cierto que a cambio cobraba de la Eastern Telegraph Company, pero su forma de actuar no era tan distinta a la de los piratas informáticos hoy en día.
Más de un siglo después del episodio protagonizado por Maskelyne y Marconi ya casi nos hemos acostumbrado a despertarnos con noticias como el espionaje masivo de la NSA, la filtración de fotos íntimas de famosas o la publicación de cientos de documentos y correos de Sony Pictures, supuestamente a cargo de Corea del Norte. Los dispositivos móviles que llevamos en nuestros bolsillos desprenden cientos de datos y pueden ofrecer nuestra posición con una precisión que arrancaría una carcajada al propio John Tawell.
Vía The Guardian