La alegría que siento por el merecido galardón a Luis Mateo Díez es inmensa y profunda, una felicidad luminosa que me lleva a otras épocas de mi vida. Tengo la suerte de ser hija de un maravilloso escritor, José María Merino, que es un genuino gran amigo de Luis Mateo, este escritor extraordinario al que acaban de conceder el Cervantes y al que celebro con emoción mientras escribo estas líneas. Pues he tenido la oportunidad y el privilegio de conocerlo, casi, desde siempre. Cuenta mi madre que la primera vez que conocí a Luis Mateo, y a su encantadora mujer Margarita, tenía yo seis meses, y que les causé muy buena impresión por mi temperamento relajado y tranquilo, y que nueve meses después nació Gonzalo, su primer hijo.
Conocer a Luis Mateo desde la más tierna infancia me da una grata perspectiva sobre su personalidad y su forma de estar en este mundo. Hay tres veranos memorables de mi infancia en los que mis padres y sus grandes amigos, con sus hijos, veraneamos juntos en la provincia de León, tierra de nuestros orígenes, que definen la felicidad plena: uno en el Pantano de Luna, otro en La Garandilla y un tercero en El Castillo. Dormíamos en tiendas de campaña, bebíamos leche recién ordeñada y lo pasábamos tan bien que todavía me emociono al recordarlos. Por las noches, los adultos hacían una gran hoguera, bebían y contaban historias al calor de ese fuego que ardía e iluminaba nuestros rostros atentos y fascinados.
El timbre de voz de Luis Mateo, y las historias que contaba, resuenan como un eco mágico y se mezclan con la lectura, ya mayor, de sus formidables libros
El timbre de voz de Luis Mateo, y las historias que contaba, resuenan como un eco mágico y se mezclan con la lectura, ya mayor, de sus formidables libros. Su voz y su talante trasmiten alegría, su prosa es un pálpito sereno que nos lleva a la esencia de las culturas campesinas, a atmósferas inquietantes y laberínticas de innumerables personajes, a una intemporalidad que nos revive y da sentido a los instantes mágicos de la literatura. Cuando me fui, hace casi tres décadas, a Estados Unidos, me acompañaron algunos de sus libros, La fuente de la edad, Las horas completas y El expediente del náufrago, los tengo subrayados, porque si añoraba la montaña de León, los pueblines, las calles, las plazas y ese aire gélido de la nieve más hermosa del mundo, la prosa de Luis Mateo me acompañaba.
Los libros que ha escrito son pura belleza, y eso me dije hace unos meses cuando los guardaba en cajas en mi tornaviaje, os volvéis conmigo, y también los cuentos que me han servido para hacer reír a mis estudiantes que aprendían español, mientras les explicaba lo importante que es un Filandón, y lo necesario de estar acompañados unos de otros y contarnos historias, porque en la oralidad están todos los tiempos de un relato vivo.
Luis Mateo Díez ha ganado el Premio Cervantes y el universo de Celama está de fiesta, con su bruma fantasmal que habita en lo soñado, con sus innumerables personajes que murmuran jubilosos la feliz noticia: el mundo de los vivos nos ha dado un premio, a nosotros que solo somos letras encadenadas a la imaginación de un hombre que no puede dejar de escribir. Murmuran ellos, los personajes, y los que somos reales, damos brincos de alegría, porque la literatura que cuenta historias y respira belleza es el oxígeno de la humanidad, es cobijo y refugio. Lo celebramos pensando también en las personas queridas que ya no están, y el orgullo infinito que sentirían, estamos todos juntos aplaudiendo a Luis Mateo condensados en las risas de aquellos veranos y en la felicidad de lo que fuimos y somos, latido universal de tiempo y amor.