Sobre la pared blanca de mi estudio, a mano entre dos cuadros, está pintada la siguiente frase: “lo rojo de la sangre, la tierra se lo queda para dárselo a las flores”. Es de María Zambrano, y pertenece a un momento de La tumba de Antígona en que la protagonista, condenada a muerte por haber dado sepultura digna a su hermano Polinices, delira contra la guerra y el sinsentido de las jerarquías de poder, y antepone a esa barbarie las fuerzas curativas de la naturaleza.
La sangre derramada ella la riega como si fuese una semilla, esperando que broten de ahí la piedad, el amor, las flores que, como sabemos, sirven también para homenajear a los seres queridos desaparecidos. Este pasaje quizá lo haya tatuado en la buhardilla donde escribo a diario para apercibirme de nuestra propia mortalidad, pero también de la regeneración que debería engendrar el cuerpo inerte, aunque, narra Zambrano después, a la tierra “no la dejan” continuar su curso.
Hay una consciencia que las artes exploran, particularmente aguda en la poesía, y ha venido a ocupar parte de mis reflexiones. Aceptar, como decía Carmen Martín Gaite, que “lo raro es vivir”, nuestra fugacidad tan desgranada en el Barroco, con la contrapartida de un dolor del que se pueden extraer lecciones si se le deja fluir, es tan carente hoy que casi no va quedando lugar para la transcendencia, lo cual nos empobrece.
El tiempo para asimilar el malestar se lo tragan los ritmos frenéticos del trabajo, que son a menudo los que lo provocan
Cuando murió mi abuelo, pocos entendieron que, tras el choque inicial, marcado por una incredulidad infantil desgarradora, sobreviniese una paz como de aguacero recién terminado: al menos, alguien me espera ya del otro lado, pensé, y me enfadé al descubrir que algunos familiares le habían llevado flores de plástico, “porque nunca se marchitan”, cuando el objetivo de la ofrenda misma era esa imitación de los ciclos biológicos que el cadáver querido ejecutaba. Mi abuelo supuraba memoria, constatación de que éramos capaces de sentimientos nobles, espejo, y se había transformado en una suerte de Caronte dispuesto a allanarnos el camino sin cobrar una moneda.
Ahora, sin embargo, un exceso de positividad manifiesto en sermones comerciales, invectivas de la melancolía, e instigaciones a la superación personal (“la felicidad se entrena”, reza un cartel en mi gimnasio), han colmatado los espacios y discursos públicos, llevándose por delante el arte de estar triste, o simplemente lidiar con las sacudidas que nos constituyen.
El tiempo para asimilar el malestar se lo tragan los ritmos frenéticos del trabajo, que son a menudo los que lo provocan; el narcisismo de selfie sonriente a veces enmascara soledad y dudas; el sujeto del rendimiento, aclaraba Byung-Chul Han, suele estar deprimido y, añado yo, privado de las lentitudes necesarias para sanar o habitar esa depresión.
La gravedad de este fenómeno que nos anima a considerarnos inmortales, en cuanto que opaca la inevitable estancia bajo tierra, sus rituales, vulnerabilidades y angustias, aumenta si pensamos que estos rasgos tan característicos del capitalismo también obliteran cualquier espiritualidad y, a partir de su destrucción de la naturaleza, nos condenan a vivir sin atisbo de posteridad.
En otras palabras, la hibris de querer existir sin límites, el poder desenfrenado sin fracturas por las que respirar, paradójicamente conduce a la posibilidad de la extinción, no ya propia, sino de la especie, que anuncia la crisis ecológica. Por eso, a la tierra no la dejan alimentar sus flores con el líquido de las mujeres y los hombres caídos; por eso son de plástico, de microplásticos entreverados en nuestros órganos; por eso quizá habría que detenerse y sentir la debilidad, la finitud, para que lo demás perviva.