La cámara lúcida, Roland Barthes dedica varias páginas a describir una antigua fotografía de su madre niña, fallecida poco antes de la redacción del texto. En la imagen, una Henriette de cinco años posa de pie junto a su hermano en un invernadero con el techo de cristal. Después de haber buscado sin éxito la esencia de la madre en todas las fotos que guardaba de ella, es en esa pequeña instantánea donde Barthes descubre la verdad del rostro amado: “Observé a la niña y reencontré por fin a mi madre”.
La foto del invernadero, la imagen más recordada del libro, es, sin embargo, una fotografía que nunca hemos llegado a ver. El autor decide no mostrarla y la guarda para sí. Nadie podría proyectar sobre ella esa historia que la convierte en una imagen que da sentido a todas las demás. Para el resto de los observadores, esa foto no sería más que “una de las mil manifestaciones de lo cualquiera”.
La imagen ha obsesionado durante décadas a críticos y fotógrafos. En 2020, cuarenta años después del libro, la artista Odette England convocó a casi 200 autores para tratar de imaginar esa fotografía nunca vista. El resultado es Keeper of the Hearth, una fascinante galería de versiones de la foto de Henriette que da cuenta de la centralidad de esa imagen secreta en la historia de la fotografía.
La simulación de una instantánea de nuestro ser amado nunca despertará nuestra memoria del modo en que lo hace una fotografía
Hace unos días también yo traté de encontrarla. Y en pleno debate sobre los límites de la Inteligencia Artificial compré unos créditos de DALL-E2 e introduje allí la descripción de la imagen. Tras unos segundos de espera, apareció frente a mí una foto que perfectamente podría haber ilustrado el libro de Barthes. Por un momento, sentí una especie de emoción, como si hubiera descubierto algo importante. “Así sería la foto de la madre de Barthes según una IA”. Más tarde, comprobé que se trataba de una imagen cualquiera. Aunque rápidamente caí en la cuenta de que eso era justo lo que habría sentido ante la foto verdadera. Ambas imágenes, la simulada y la real, significaban lo mismo para mí. ¿Se había acercado la IA a la foto de Henriette? Necesitaría los ojos de Barthes para saberlo.
Debería probar con un recuerdo propio, una fotografía de mi madre, alguna de las que se extravió en la mudanza y aún puedo recordar. Me propuse hacerlo. Y antes incluso de introducir la descripción, surgieron las preguntas. ¿Podrá la IA generar imágenes de recuerdo, imágenes de lo que fue una vez y ya nunca más será?
Lo primero que pensé es que esa relación con la realidad de lo sucedido no podrá sustituirse jamás. La simulación de una instantánea de nuestro ser amado nunca despertará nuestra memoria del modo en que lo hace una fotografía. Pero después consideré que la memoria es una caja de ficciones. Recordamos a través de un repositorio de imágenes que se recomponen en nuestra cabeza cada vez de modo diferente. Historias y experiencias que proyectamos sobre objetos e imágenes que transformamos en receptáculos de significado. ¿Podrá entonces la IA generar imágenes con las que establezcamos una relación afectiva como la que tenemos con las fotografías, imágenes que nos hagan atravesar el tiempo y hablar con los muertos?
Lo único que sé es lo que sentí cuando decidí borrar la imagen de Henriette. Al trasladarla a la papelera de reciclaje, noté la nuca erizada, como si algo de aquella imagen tan querida por Barthes también se hubiera destruido. Percibí el corte de un hilo invisible. Y también vislumbré una cosa: qué difícil sería hacer lo mismo con la imagen de mi madre.
Miguel Ángel Hernández es narrador, ensayista e historiador del Arte.
Profesor de la Universidad de Murcia, su última novela es Anoxia (Anagrama, 2023).