Las prisiones mentales: vivimos en ellas, pensamos con ellas, pero no somos conscientes de estar en ellas. Son más que imágenes del mundo, son nuestra forma de mirar el mundo. Más aún: son nuestros ojos. La perspectiva central, la trasparencia comunicativa, la cuantificación de la realidad, cualquier clase de creencia, son algunas de las prisiones en que nos desenvolvemos cotidianamente, pero sin las cuales estaríamos ciegos o, más bien, nos sentiríamos ciegos. La paradoja es que solo dentro de la prisión –de estas prisiones– nos sentimos libres. En la libertad del exterior, por el contrario, no nos sentimos libres, sino desnudos.
Bien, una de estas prisiones, si es que he llegado a explicar lo que es una prisión mental, resulta ser nuestro lenguaje, nuestra forma de hablar, la construcción expresiva, digamos, y también el pensamiento hecho con palabras. (El pensamiento lingüístico, en concreto, es para muchos el único existente, prescindiendo de otros de honda raíz filosófica como el intuitivo o el que se produce en imágenes).
Nuestro modelo lingüístico para escribir y para comunicarnos verbalmente es el de la imprenta, basado en términos generales en el principio de no contradicción. Aspectos subsidiarios o derivados son la coherencia, la claridad expositiva, la progresividad, la economía, el valor de la síntesis. Hablamos siguiendo un orden del lenguaje que es cultural, es decir, convencional. Convencional no debe confundirse con arbitrario ni con superficial. Orden del lenguaje: el sujeto se convierte en centro de la frase y en protagonista -activo o pasivo- de la acción, que recae en un verbo dotado de una temporalidad estrictamente lineal.
El ejercicio de introducirse en el hebreo o el griego hace posible escapar de la prisión mental de nuestro modelo lingüístico
Al cabo, las circunstancias y las condiciones de ese sujeto y de esa acción cierran la frase o se acumulan durante un párrafo, siempre dentro de la exigencia del modelo antes citado que, por mucho que se retuerza, siempre es de obligado cumplimiento. Es decir, en el modelo de la imprenta lo importante son los sujetos, seguido de las acciones de los sujetos y culminado todo con las condiciones en que ese sujeto y esas acciones han sido llevadas a cabo.
Resumido todo en la conocida fórmula expositiva de Descartes: claridad y distinción. Lo que no sea claro y distinto no forma parte, propiamente hablando, del discurso. En ese sentido nos diferenciamos profundamente de nuestras fuentes culturales, tanto de la hebrea como de la griega, por no ir más lejos. A los hebreos no les importaba contradecirse a propósito de una misma historia, ni dar inexplicables saltos temporales en un mismo relato ni contraer el tiempo de manera que protagonistas distintos, pareciendo el mismo y con el mismo nombre, acarrearan una determinada acción, por lo demás de fondo oscuro.
En el caso griego, la construcción de la frase no sigue precisamente una lógica cartesiana y más bien el que traduce ha de ir buscando rastros del sujeto e indicios de lo que hace en textos que son como palabras lanzadas al aire, en los que no hay asomo de literalidad ninguna.
Traducir un texto griego palabra por palabra solo es una tarea preliminar. Una vez obtenidos todos los significados, con sus sujetos y acciones, hay que encajarlo todo en una temporalidad que no suele ser lineal y en un sentido que casi nunca es unívoco, sino ambiguo. El ejercicio de introducirse en estas lenguas, de aprenderlas en la medida en que se dejan, o al menos tomar contacto con ellas hace posible que podamos mirar nuestro pensamiento y nuestra lengua desde fuera. Es decir, hace posible escapar de la prisión mental de nuestro modelo lingüístico. Atreverse, en resumidas cuentas, con una libertad diferente a la del prisionero resignado.
Alejandro Gándara es narrador y ensayista y profesor. En febrero publicará la novela Primer amor (Alfaguara).