Creo recordar que era el filósofo estadounidense Hilary Putnam quien afirmaba que la mayoría de personas, puestas en la disyuntiva de tener que decidir entre ser felices pero ignorando la auténtica verdad de lo que les sucede o disponer de un conocimiento veraz, aunque éste pudiera generarles disgustos, optarían por lo segundo. Vaya por delante que tiendo a pensar que Putnam llevaba razón y que en la tesitura Matrix de tener que escoger una pastilla, se inclinarían por la que representa el principio de realidad.
Quedarse en esto podría sugerir que los seres humanos viven animados por una irrenunciable vocación racional que no se deja afectar por todas las abundantes tentaciones mistificadoras y engañosas que nos rodean. Pero basta con unos pocos ejemplos para constatar que no parece que la hipótesis racionalista pueda ser asumida sin introducir importantes matizaciones.
En efecto, la más superficial mirada al pasado de la humanidad certifica que la historia de la especie está trufada de decisiones muy escasamente racionales, por más que en muchos casos para alcanzar objetivos disparatados hayan sido necesarios cálculos muy elaborados. Aunque tal vez uno de los ámbitos en los que esta resistencia a aceptar la realidad se hace más notoria sea, en los últimos tiempos, el de la identidad personal. Como se sabe, algunos sociólogos han propuesto hablar de extimidad, esto es, de una intimidad hacia fuera que estaría generalizándose en nuestras sociedades como consecuencia de la expansión de las redes sociales.
Tal vez podríamos hablar de falacia personalista para referirnos al empeño de tantos sujetos, a la hora de presentarse ante los demás, en hacer pasar por efectiva realidad aquello que les gustaría ser
El fenómeno de que cualquiera podría estar al tanto de todo cuanto los sujetos hacen y cómo, precisamente en la medida en que son ellos mismos los que lo hacen público en sus cuentas, acredita, con escaso margen de error, la forma en la que desearían ser considerados. Y si en filosofía se suele hablar de falacia naturalista para designar la confusión entre el “es” y el “debe” o, lo que es lo mismo, el intento de hacer pasar algo por norma sencillamente por el hecho de que sea (sin buscar otra fundamentación para lo bueno), tal vez podríamos hablar de falacia personalista para referirnos al empeño de tantos sujetos, a la hora de presentarse ante los demás, en hacer pasar por efectiva realidad aquello que les gustaría ser.
Para constatar este fenómeno ya no hace falta una mirada especialmente aguda y perceptiva como la que acreditaba Sartre en el célebre pasaje de El Ser y la Nada en el que diseccionaba los movimientos del camarero que hacía una exhibición pública de su profesionalidad, comportamiento del que se servía como ejemplo para ilustrar lo que denominaba la mauvaise foi.
“Aquí está, tratando de imitar en su acción el rigor inflexible de algún autómata, mientras lleva su bandeja con la temeridad del sonámbulo”, constataba el filósofo, atónito. “Toda su conducta parece un juego”, venía a ser su resumen. Para hacerse a continuación la pregunta pertinente: “Pero, ¿a qué juega? No hay que observarle mucho para darse cuenta: juega a ser camarero”.
¿Qué hay de nuevo entonces en lo que sucede en nuestros días, más allá de la expansión generalizada de estas mismas actitudes? Tal vez la diferencia con el pasado no tenga que ver solo con lo cuantitativo sino con que para sus protagonistas actuales, a diferencia del camarero sartreano, la identidad personal ha dejado de ser un juego: es la sustancia de su realidad, permanentemente expuesta a la vista de todos. Aseguran que tienen claro cuál es la pastilla adecuada, pero les resultan insoportables sus efectos. Por eso ciegan, una y otra vez, el camino de la verdad y se instalan a vivir en el simulacro.