“Soy hijo de una estrella –dijo José Manuel Sánchez Ron en el pleno de la Real Academia Española–, beneficiario del Sol, hermano de la Luna, vecino de Venus y Marte, y, por encima de todo, un improbable producto de ancestrales reacciones químicas que obedeciendo a las leyes de la afinidad se agruparon para dar origen a organismos vivos, primero unicelulares, procariotas, esto es, sin núcleo, luego con él, eucariotas, que terminaron por agruparse desencadenando un proceso que merced a los imprevisibles mecanismos de la evolución produjeron entidades biológicas como el Homo sapiens. No sé muy bien si esas reacciones químicas se dieron aquí, en nuestro planeta, o en algún otro lugar, más añoso, de nuestra galaxia, la Vía Láctea”.
José Manuel Sánchez Ron está reconocido como uno de los científicos españoles más rigurosos. Su obra es extensa, inquieta y profunda. Tal vez cree en la panspermia. La misión japonesa Hayabusa 2 regresó a la Tierra tras descubrir moléculas de vida recogidas en el año 2019 en el asteroide Ryugu.
Sánchez Ron es, en general, la duda constructiva. Se asombra ante el cerebro humano, ese pequeño universo, compuesto por 86.000 millones de neuronas y un número similar de células no neuronales, según explicó en su magistral intervención en el pleno de la Real Academia Española. Frente a la avidez de las palabras y las vanidades desbordadas, a veces se enciende en la Academia la luz de la inteligencia intensa. Llevo 28 años en la Casa y no había escuchado nunca una intervención tan profunda como la de Sánchez Ron.
Frente a la avidez de las palabras y las vanidades desbordadas, a veces se enciende en la Academia la luz de la inteligencia intensa
Sí, de Sánchez Ron, que es darwiniano, aunque me temo no encontrará el eslabón perdido –la palabra– entre las más cercanas aproximaciones animales al hombre, ni en el chimpancé ni siquiera en la lombriz de tierra que tanto estimuló a Darwin.
Estremece meditar sobre este Universo nuestro, tal vez no el único como me dijo Stephen Hawking en Oviedo, formado al 73% de energía oscura y al 23% de materia oscura, que no sabemos lo que son porque la materia que conocemos se reduce al 4% y para entender tanto misterio no se puede acudir a Dios, que es también inexplicable.
[Sánchez Ron, la filosofía de la ciencia]
Nadie imaginó la realidad del Universo, escribe Sánchez Ron, hasta que se observaron objetos como los púlsares (estrellas de neutrones que giran muy rápido), los cuásares (galaxias muy luminosas y distantes), o los misteriosos agujeros negros, en cuyo interior el espacio se convierte en tiempo y el tiempo en espacio, y que absorben la materia-energía que llega a ellos. ¿Hacia dónde?
Cita Sánchez Ron al gato de Schrödinger, el célebre científico austriaco que en 1935 plantó cara a Einstein en el debate más deslumbrante del siglo XX sobre la mecánica cuántica. Y cuenta la experiencia de Oliver Sacks con los dos gemelos, John y Michael, retrasados mentales, pero capaces de manejar los números primos de 8, 14 y hasta 20 cifras.
[Mario Vargas Llosa, el escritor en español más influyente del mundo]
Se rebela el científico, como Machado, contra el que desprecia lo que ignora y se extiende en la reflexión sobre Dian Fossey que se relacionó amigablemente con los gorilas. Un grupo de cazadores salvajes asesinó a machetazos a la primatóloga.
Sánchez Ron subraya las cualidades de muchos de los animales de los que descendemos para recalar en las palabras de Oliver Sacks, con las que coincido después de una dilatada vida plena de libros y lecturas: “Mientras que algunos consideran el arte el bastión de nuestra cultura, de nuestra memoria colectiva, yo entiendo que la ciencia, con su profundidad de pensamiento, sus logros palpables y sus posibilidades, es igual de importante; y la ciencia, la buena ciencia, florece como nunca, aunque se mueva lenta y cautelosa y sus intuiciones se vean constantemente sometidas a autoevaluación y experimentación”.
Rubén Darío le hubiera dejado perplejo a Sánchez Ron, al resumir su magistral exposición en el pleno de la Real Academia Española, con el último verso de un célebre poema: “Y no saber adónde vamos ni de dónde venimos”.