“Por tu bondad y tu amor, porque lo mandas y quieres, porque es tuyo mi dolor ¡bendita sea Señor la mano con que me hieres!”. Con este verso, que tiembla sobre su profundo humanismo cristiano, acogió José María Pemán la muerte de su esposa a la que adoraba.
Tres han sido los mejores amigos literarios que he tenido a lo largo de mi dilatada vida profesional: Pablo Neruda, Rafael Alberti y José María Pemán. Neruda no hablaba de Pemán, tal vez ni le conocía. Alberti no toleraba que se le denostara. En una ocasión en que creyó morir agobiado por la enfermedad y el exilio quiso ver por última vez la arboleda perdida. Desde el Trastévere romano llamó a Pemán, que consiguió del ministro Alonso Vega autorización para que Alberti viajara a Cádiz de incógnito. Una hija monja de Pemán acompañó al poeta comunista en su regreso a la arboleda soñada.
Superada la enfermedad, cuando, muerto el dictador, Alberti regresó a España, lo primero que hizo fue llamar a Pemán. Todo un gesto. Como también lo tuvo Alfonso Sastre porque el autor de El divino paciente levantó su comedia La cornada con una “tercera” de ABC. “La izquierda española tiene una deuda impagable con José María Pemán”, escribió Sastre. Y podría yo relatar docenas de casos de la generosidad pemaniana con los que no pensaban como él.
El 15 de agosto de 1957 publiqué mi primer artículo sobre el escritor: una extensa crítica de Las soledades del Rey, estrenada en el monasterio de El Escorial. Desde aquella fecha mantuve relación permanente con él e incluso cubrimos juntos una corresponsalía en Jerusalén cuando Pablo VI visitó Tierra Santa.
Pemán ha sido el mejor articulista de la historia del periodismo español, Francisco Umbral dixit. Fue el mejor orador del siglo XX, un dramaturgo robustecido por los éxitos, un poeta no desdeñable, un novelista mediocre, y un ensayista culto y profundo. Nombrado por sus compañeros director de la Real Academia Española, se enfrentó a Franco hasta restablecer en la dirección a Menéndez Pidal, al que el dictador había destituido. En 1968 acompañó a Juan III a la visita que el Rey de derecho en el exilio hizo en su casa madrileña a Don Ramón, ya en silla de ruedas. Asistí yo a aquel encuentro conmovedor.
Daniel García-Pita ha publicado un libro, El caso Pemán (Almuzara), que he leído con creciente interés. El autor acumula de forma objetiva datos y testimonios que condensan lo que el autor de Los tres etcéteras de Don Simón significó en la vida española, no solo en la literaria. Ciertamente Pemán apoyó sin fisuras a Franco en 1936 durante la guerra incivil, pero era un liberal conservador que creía en la Monarquía de todos. Presidió hasta su extinción en 1969 el Consejo Privado de Don Juan. Franco distinguió siempre al hijo de Alfonso XIII con un odio africano. Pemán soportó la atroz campaña antimonárquica que la Falange mantuvo contra el Rey de derecho de España. Negar esto significaría negar la evidencia.
Políticos mediocres, excluyentes y totalitarios han negado a Pío Baroja la medalla de oro de San Sebastián; han silenciado a autores de primer orden como Ramón Pérez de Ayala; y han ofendido en los últimos años la memoria de José María Pemán. Daniel García-Pita ha sabido, con el gran libro que acaba de publicar, poner las cosas en su sitio, si bien la obra pemaniana exige más de un libro por la dimensión que tuvo aquel escritor, al que, por cierto, la gente aplaudía cuando le veía por la calle.
José María Pemán ha dejado una obra que se mide con la balanza de precisión, pero también con la romana de la fecundidad. “Así quiero ser yo, como este olivo, pródigo hasta morir”, escribió Pemán. Puedo dar fe de que trabajó hasta el último momento de su vida. Murió con la pluma en la mano.