Hace más de 60 años dediqué a El Paso un artículo en el ABC verdadero que reconocía la alta significación del grupo en la vida cultural española, estrujada en aquella época por la censura feroz de la dictadura franquista. Juan Francés, Rafael Canogar, Manolo Millares, Antonio Saura, Martín Chirino, Pablo Serrano, Manuel Viola… integraban junto a otros grandes aquel grupo, punta de lanza de la vanguardia artística. Y Manolo Rivera, el asombroso pintor de los alambres y el alma, mi inolvidado amigo, admirador de Rafael Alberti. Ya en democracia, el poeta y el pintor se reunían conmigo en mi despacho de la agencia Efe primero, después en el viejo edificio de ABC, más tarde en mi casa. “Pintor de espejos azules, cantando alegre en Granada, en los jardines tranquilos, sobre el agua. Va el agua diciendo un nombre, Manuel Rivera se llama”, escribió el poeta exiliado.
Entre los hombres y mujeres más destacados de la vanguardia española sobresalía por su cultura y su genio creador Antonio Fernández Alba, arquitecto, hombre de alta calidad humana, inteligente, razonador, prestigio indiscutido en una profesión que armoniza el arte y la ciencia. “Creemos – se lee en el manifiesto fundacional de El Paso– que nuestro arte no será válido mientras no contenga una inquietud coincidente con los signos de la época, realizando una apasionada toma de contacto con las más renovadoras corrientes artísticas. Vamos hacia una plástica revolucionaria –en la que estén presentes nuestra tradición dramática y nuestra directa expresión– que responde históricamente a una actividad universal”. El Paso abrió de par en par los ventanales de la cultura, y el aire limpio y fresco circuló por aquella España uncida al convencionalismo franquista que mantenía en el exilio al más grande de los artistas españoles: Pablo Picasso.
Catedrático de Elementos de Composición en la Escuela Superior de Arquitectura, artista de un centenar de obras que centellean en la geografía urbana española, Premio Nacional de Arquitectura, autor de una docena de libros deslumbrantes, entre ellos Obra y traza, medalla de Oro de Arquitectura, Antonio Fernández Alba acaba de publicar Azules de otoño cerrado, en el que agavilla algunos de sus escritos. En ellos condensa su pensamiento humano y artístico. Con su escritura transparente, el arquitecto ha renovado, por cierto, el lenguaje arquitectónico.
Se refiere Fernández Alba a las formalizaciones del espacio habitable y acentúa, al hablar de la posguerra, los pliegues de la racionalidad vencida. Especialmente significativa es la denuncia que hace de los destructores de la ciudad. “Ningún ciudadano consciente –escribe– que sufra los efectos cotidianos de una ciudad como Madrid, dejará de sentirse herido, ante la noticia de que entre 15.000 y 20.000 familias podrían verse afectadas por la ordenanza municipal que modifica las normas establecidas por el Ayuntamiento para viviendas unifamiliares”. Analiza Fernández Alba el lugar que corresponde a la arquitectura en la sociedad industrial. Se lamenta del acoso perpetrado por el diseño y por la presión comercial que se impone a la creación artística y al sentido humano de la arquitectura, “espacio traslúcido del tiempo acelerado”. Y se instala el autor de Azules de otoño cerrado, en la vertiente artística de la creación arquitectónica, que es la expresión de la belleza por medio de grandes masas de materiales.
En la época de El Paso, Cirlot escribió: “El arte como el hombre se debate entre dos fuerzas contrarias que lo solicitan, una es la belleza de la serenidad absoluta, la otra es la fascinación del abismo”. Antonio Fernández Alba ha sabido armonizar ambas fuerzas desde la vanguardia creadora que ha presidido toda su vida, en su lucha permanente en favor de que la Arquitectura no resulte humillada por las veleidades políticas o la voracidad comercial.