Asistí a algunas de las entrevistas que Miguel Pérez Ferrero le hizo a Luis Buñuel para su libro biográfico. Fue en el edificio España. “La única dignidad es la nada. Viva el olvido”, dijo el director que cimbreó el dulce encanto de la burguesía. El crítico de ABC, Donald, le acosaba para que hablara de sus éxitos y sus premios con el fin de instalarle en la presunción. No lo consiguió.
Con Juan Antonio Bardem mantuve largos encuentros y filmó en mi despacho del ABC verdadero la escena clave de Resultado final. Era abiertamente comunista en una época que tal filiación significaba la cárcel. Destacaba Bardem, entre otras cosas, por su educación y por su sagacidad para los asuntos que resolvía en pantalla.
Luis García Berlanga fue visitante asiduo de ABC durante los 15 años en que dirigí el periódico, contando siempre con su hijo Jorge que lideraba la movida madrileña. El director de Patrimonio Nacional completó las tres B del mejor cine español del siglo XX, sin desdeñar a otros cineastas y de forma especial a Manolo Summers, que murió joven, pero que su huella de genialidad quedó impresa en varias películas inolvidables. Llevaba el cine inyectado en vena y el humor y la sensibilidad le brotaban de forma incesante de la piel y del alma.
Berlanga tenía la suerte de que una mujer excepcional, María Jesús, le acompañara. Eso lo han explicado muy bien Manuel Hidalgo y Juan Hernández Les en un libro definitivo. El que le falta, por cierto, a Pedro Almodóvar, en torno al cual gira el gran cine español del siglo XXI. El ministro Sánchez Bella hubiera prohibido el centenario de Berlanga, al que desdeñaba porque no se miraba en los ojos del dictador Franco. Emma Penella, actriz grande, me recordaba siempre las vejaciones del ministro hacia El verdugo. Sánchez Bella creyó que Luis García Berlanga quería reflejar la acreditada crueldad del dictador sobre la que Salvador de Madariaga escribió críticas acerbas. Cuando en 1988 le otorgamos en el periódico a Pedro Almodóvar, que estaba empezando, el ABC de Oro, Berlanga recordó en su intervención las cuchilladas que había propinado al cuerpo inmóvil de la dictadura franquista.
Ganó el Premio Príncipe de Asturias de las Artes y organicé para él una cena en la que el director resumió su entendimiento del cine, como la expresión de la belleza y el pensamiento profundo por medio de las imágenes. Comparé a Berlanga con Quevedo, hielo abrasador, fuego helado, herida que duele y no se siente. El autor de Todos a la cárcel se pasaba el mundo por los claros clarines. Despedazó los más varios escapularios ideológicos. Aprendió a apagar los fuegos con gasolina. Y hasta el fin de su vida mantuvo la coña fresca, la coña aviadora y marinera. “Te burlaste –escribí– de la escritura funeraria, de la avilantez de los juláis, de las escopetas nacionales, de los verdugos herborizados. Escuchaste con tus ojos a los muertos, otra vez Quevedo, y jibarizaste a los políticos con imágenes ofidias. Nadie te pudo poner un bozal, ni en la dictadura ni en la democracia. Cruzaste la selva cinematográfica silbando, entre los colmillos y los incesantes rebuznos de los mediocres, la canción de los ángeles jodidos. Odiabas la calderilla literaria y el verbo asnal de los pedantes. A un escritor famoso le pediste que te enviara sus obras completas encuadernadas, eso sí, en su propia piel. Tu pensamiento era deshabitado e imborrable, genital y altanero. Tenías la sonrisa vertical y se te encendía en los ojos la belleza de la mujer. Dejaste en las pantallas un reguero de diosas inacabables. Cuando escribías, tu sintaxis era desatinada, provocadora la metáfora, erecta la invectiva, en ascuas la palabra pedernal”.
Y cumplirás muchos, muchos y largos centenarios en el arte universal.